Esto sucedió a principio de los años ochenta, últimos tiempos de la dictadura militar Argentina. Por entonces, el Patronato de la Infancia de Bahía Blanca, albergaba a muchos niños de ambos sexos, algunos vivían en ese edificio histórico creado por Don Adelino Gutiérrez por su condición de huérfanos o bien porque provenían de hogares carenciados que no podían brindarles las necesidades mínimas que un chico necesita para crecer dignamente como educación, alimentos y un entorno familiar saludable. El Patronato se caracterizó siempre por ser una institución seria que realmente se ocupaba de la infancia y en ese entonces la obra se mantenía con la colaboración de empresas y ciudadanos locales más algún aporte del gobierno provincial. En varias oportunidades las autoridades de turno, nos solicitaban que colaboremos en la difusión de diferentes campañas, algo que tanto yo como mis colegas de la radio hacíamos espontáneamente y con muy buenos resultados. Había allí muchos pequeños, algunos contaban con la visita de sus familiares y otros lo pasaban en soledad, principalmente los fines de semana, fué entonces que la entidad lanzó una campaña para que Sábados y Domingos, la comunidad se acerque al Patronato e invite a un niño a su casa, una manera inteligente de integrar de a poco a los allí alojados a la sociedad y convivir con las familias que se sumaran a esta positiva acción. Recuerdo que durante un día sábado, concurrí al edificio, con la simple intención de visitar a los chicos, cuando uno de ellos, imprevistamente se aferró a mi pierna derecha y con la mirada más inocente, tierna y bella del mundo me dijo; "lleváme con vos". El niño tenía unos cuatro años, sus ojos eran negros y poseían un brillo y expresión poco común. Se llamaba Víctor, igual que mi viejo. No lo dudé y solicité a las autoridades de turno que me permitan llevarlo a casa durante ese fin de semana. Completé unos formularios, donde por 48 horas me hacía responsable del pequeño que resultó llamarse Víctor Gómez. Grande fué la sorpresa primero y la posterior alegría tanto de Elvira como de Virginia cuando me vieron llegar acompañado por el niño, quién rápidamente se integró a nuestra pequeña familia. Lo primero que hicimos ese sábado a la tarde fué comprarle ropa nueva. Al día siguiente, nos ocupamos de llevarlo a pasear y allí nuestro huesped descubrió el mágico encanto de la calesita del Parque de Mayo, donde no se cansaba de dar vueltas y vueltas.
En solo dos días, Víctor pasó a ser un hijo más para nosotros. A mi me decía Papá y a Elvira, Mamá. Cariñoso en extremo y poseedor de una dulzura innata, Víctor también estaba dotado de una gran simpatía y risa contagiosa. El era feliz y nosotros mucho más. Para Virginia pasó a ser el hermanito que no había tenido y gracias a una conversación que mantuve con la jueza de menores, logramos una tenencia temporaria de la criatura. El hecho de ser alguien conocido en los medios, ayudó mucho a la hora de pedir esa custodia limitada, ya que los requisitos necesarios para ello, también contemplaban la inspección de nuestra casa por parte de una visitadora social. A partir de una allí comenzó para nosotros una etapa hermosa donde nuestra existencia cotidiana se había transformado totalmente con las ocurrencias y las inquietudes inocentes del pequeño gran Víctor, el hijo varón que no habíamos podido tener por causas naturales y ahora Dios ponía en nuestro hogar.
Los paseos se repetían, el niño no paraba de sorprenderse con las distintas visitas a un gran salón de juegos infantiles mecánicos que tanto le gustaban. Durante la noche, le encantaba oir cuentos que le relatábamos antes de dormir y un inolvidable rostro de felicidad que parecía estallar cada mañana a la hora del desayuno.
Pero un buen día, me citan en el Juzgado de Menores al que asisto entusiasmado pensando que allí me darían algo más que la tenencia temporal. La Jueza, una mujer jóven y muy comprensiva, me comunica que el padre del pequeño había salido de la cárcel y lo reclamaba, porque lo asistía ese derecho. En pocas palabras, de acuerdo a las leyes, Víctor debía retornar al Patronato y posteriormente a su hogar. Fué aquel el peor día de mi existencia, ya que yo mismo debía encargarme de llevarlo al mismo edificio donde pocos meses antes lo había sacado para llevarlo a nuestra casa.
Cuando me iba aproximando con el auto, Víctor presintió que algo no andaba bien, primero se puso nervioso y luego comenzó a llorar diciéndome; "nó papá, acá nó, vamos a casa". El momento era terrible, nada podía hacer por aquel chico que durante algún tiempo breve que pareció una eternidad, había sido nuestro hijo. La órden del Juzgado era inamovible y si no se cumplía podrían surgir graves complicaciones para mí, ya que había aceptado hacerme responsable del pequeño. Una de las preceptoras de la institución, nos estaba esperando en la puerta de acceso y allí, al verla, Víctor se aferró a mí con todas sus fuerzas y seguía gritando ya de manera desgarradora. La empleada me pidió amablemente que me quede afuera y lo condujo hacia el interior. Los gritos del chico eran cada vez más fuertes. Nada pude hacer, escuché su voz reclamándo mi ayuda hasta que finalmente se fué perdiendo en el largo pasillo. Aquellos gritos aún resuenan en mis oídos, principalmente cuando me rogaba; "papá, papá no me dejes". Ojalá Dios y el destino me pusieran alguna vez delante de Víctor Gómez, hoy, un muchacho ya grande, que alguna vez hace casi 30 años, pudo haber crecido feliz a nuestro lado como un amado hijo que lamentáblemente nos arrebató el destino.
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