La Madres de la guerra.
Se despidieron de ellos en algún momento de 1982. Para esas madres que aún no entendían claramente lo que estaba sucediendo, esos muchachos vestidos con uniformes verdes, casco y fusil, aún eran sus “nenes”. Los soldados clase 1964, partieron con pocos años y escasa instrucción militar rumbo a lo que al poco tiempo se convertiría en una cruenta batalla. El país entero seguía a través de los medios las alternativas de la guerra de Malvinas, una lucha que en sus inicios se festejaba a la distancia con espíritu triunfalista. Simultáneamente una ley imponía que las radios difundan solamente música en castellano y tanto el tango, folklore, rock nacional como las banderas argentinas y escarapelas parecieron brotar de un día para otro convirtiéndonos por primera vez en mucho tiempo en eufóricos patriotas, ávidos de una victoria supuestamente fácil. Finalmente aquella inexplicable gesta bélica terminó con un triste saldo de 649 soldados argentinos muertos más un importante número de heridos. Después de veintisiete años del conflicto, muchas madres de la guerra y familiares de los combatientes caídos pisaron el suelo malvinense para honrar las tumbas de sus hijos e inaugurar el cenotafio que bordea el sector del cementerio de Darwin. El llanto y el dolor que contuvieron durante tantos años, despertaron colmados de angustia en medio del frío y el viento imperante en ese peregrinar. Habían esperado durante casi tres décadas ese momento, casi una eternidad y buscaron ansiosamente el nombre del hijo entre las largas hileras de tumbas blancas. Increíblemente estaban allí, en el mismo escenario donde ocurrieron los hechos, desolada geografía que aún conserva trincheras, cañones oxidados, partes de aviones, etc, una escenografía que demuestra que allí se luchó a sangre y fuego. Las lágrimas parecieron congelarse en las cansadas miradas de esas angustiadas mujeres que además de rosarios y flores, aún apretaban contra su pecho las fotos de sus hijos. Añoradas imágenes que sus memorias detuvieron en el tiempo aquel momento en que los despidieron con el beso y abrazo interminable de la última vez. En 1905, Ana Jarvis, una jovencita estadounidense, que había perdido a su madre, decidió escribir a maestros y religiosos para que la apoyen en su proyecto de celebrar “El día de la Madre”, hasta que finalmente en 1914, el congreso de EE.UU aprobó esta anhelada celebración pensada por Ana, quién no tardó en decepcionarse cuando comprobó que los claveles blancos que había elegido como símbolo se utilizaban para despedir a los soldados que partían hacia el frente. Esta fecha tan cara a los sentimientos de la idealista Ana Jarvis, también se iba desvirtuando cuando se convirtió en un creciente pretexto comercial. Bien sabemos que el amor a la madre es de toda la vida, pero hay tiempos de calendario donde muchos festejos como éste remueven heridas y no existen palabras para contener a quienes tanto en la paz como en la guerra tuvieron pérdidas irreparables. Con mucho respeto, dedico este editorial a esas veneradas generadoras de vida, resistencia y esperanza; Todas las Madres del mundo.
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