Para cualquier habitante de la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, el hecho cotidiano de salir de su casa rumbo al trabajo es algo similar a subirse a una versión actualizada y más aterradora del clásico “Tren Fantasma”, porque en su recorrida, los sustos y riesgos son mayores; si tiene un vehículo propio y pretende llegar medianamente a tiempo, es casi seguro que un piquete o manifestación le salga al paso haciéndole perder el tiempo, complicándole la vida y por ende, llegando tarde a su empleo. Lo mismo puede sucederle en caso de elegir como medio de transporte alternativo el tren o el subte, ya que viajar en ellos, es también una odisea. La otrora atractiva y bella capital Argentina se ha transformado en una “tierra salvaje” donde reina la anarquía y el descontrol, al punto que el ciudadano común se ha convertido en rehén de las protestas y esa “ruleta rusa” llamada inseguridad, donde cualquier asaltante exaltado puede apretar el gatillo fácilmente y cargarse una víctima más con total impunidad. El próximo mes será Navidad y solo basta ver las noticias para darnos cuenta que el clima general se va tensando cada vez más. Los problemas de urgencia, al igual que los baches se rellenan precariamente, nada es serio, todo se improvisa, y las débiles promesas se “remiendan” con algún placebo de inútil eficacia como los subsidios, una delgada línea entre la improductividad y la distribución de limosnas, algo incomprensible en uno de los países más favorecidos del mundo en riquezas naturales. Así estámos, más que nunca en manos de Dios, con la vigencia de “Cambalache”, la obra que compusiera el genial Enrique Santos Discépolo en 1935 y que 74 años después, tiene más realismo y actualidad que nunca. Los dirigentes patriotas, incorruptibles, con decisiones sólidas y coherentes tan necesarios en esta emergencia, siguen brillando por su ausencia. Solo basta recordar a hombres de la talla del doctor René Favaloro que murió por honor o Raúl Alfonsín que donaba la mitad de su pensión al Hogar de Ancianos de Chascomús, ejemplos de humildad y grandeza que difícilmente se repitan. Si seguimos así, con los brazos caídos, pensando egoístamente en nosotros mismos, carentes de sentido solidario, resignados al fracaso y sin comprometernos, no solo nos faltará el agua, porque vendrá algo peor; la sequía del alma, la dignidad y la felicidad.
editorial del mes de Noviembre publicado en el Nº 59 de "Signos y Marcas".
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