EL DIA QUE NUNCA OLVIDARE HOY: RICARDO HECTOR PALACIOS (PIPO)
Encuentros sin fronteras Publicado en La Nueva Provincia el 19/4/09
Para Pipo la realidad es algo más que el superficial decorado que nos rodea y en el que nos movemos.
Tenía apenas cinco años cuando iba caminando por la vereda, en la primera cuadra de la calle Dorrego, y vio ante él la figura del abuelo Próspero, con su impecable traje azul. El abuelo avanzó, extendió sus brazos y lo abrazó. Cuando se separaron, corrió a contárselo a la abuela.
--¡Abuela! ¡Abuela! ¡El abuelo volvió! ¡Me abrazó! -gritó tras abrir la puerta.
Y ella también lo abrazó y se puso a llorar. El abuelo había muerto hacía una semana, y Pipo recordaba que cuando lo alzaron para que lo besara, sus labios sintieron en la carne el frío de la ausencia.
"Hasta hoy me parece verlo -dice--. El abuelo Próspero había pasado cinco años en las trincheras de Europa. Pero nunca habló de la guerra. Murió joven. Tenía 50 años. Era un hombre emprendedor. Creó las empresas de colectivos El Valle y La Acción.
"El descubrió, a pesar de que yo era muy chico, mis dotes innatas para el dibujo. Y me alentó mucho.
"Tras su muerte, me quedé a vivir con la abuela Lucy, para acompañarla. Y viví una infancia muy linda, porque nos hicimos muy amigos. Me llevaba al cine casi día por medio. Ibamos a las radios a 'mirar' las novelas de Rizzo y de Mauret, lo que fue para mí un gran descubrimiento, porque veía cómo representaban los personajes y lograban, rudimentariamente, los efectos especiales. La abuela y yo éramos muy noveleros. Los sabados a la noche escuchábamos el Radio Cine Lux.
"Con el tiempo apareció la lectura: Salgari, Verne, y despertó mi pasión por los comics. Argentina contaba entonces con los mejores dibujantes del mundo. Pero las primeras historietas que admiré fueron las de las revistas mejicanas".
Más adelante, hasta las manos de Pipo llegó un proyector Cine Graf. Una sencilla maquinita casera que le permitió fabricar sus propias 'películas' en hojas de papel manteca que cortaba linealmente para formar el rollo. Su vocación entera ya se había puesto de pie: ser un creativo en todo el sentido de la palabra.
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La suya fue una infancia atípica: sin bolitas ni pelota de trapo ni barriletes. Y cerró esa etapa con un episodio que ratificó su vocación. Por entonces las primeras luces de mercurio empezaban a ahuyentar en las ciudades las tinieblas de la noche. Y la empresa auspiciante de ese fenómeno, General Electric, organizó un concurso de afiches. Un vecino, don Jorge Figueras, le dijo a Pipo:
--Vos sabés dibujar y tenés imaginación. ¿Por qué no participás?
Pipo, que ya tenía 14 años, le hizo caso. Diseñó un afiche a todo color, y lo mandó. Al poco tiempo recibió la respuesta, en efectivo: 5.000 pesos de premio.
--Me compré un auto. Pero como no lo podía manejar, porque no me daban el carnet, lo estacioné en la puerta. Disfrutaba mirándolo, hasta que, por consejo de mi familia, lo vendí.
Un año antes, Pipo había vuelto a instalarse en el hogar paterno. Es decir, en el templo de Gardel. Todo en la casa paterna hablaba de Gardel. La voz del zorzal formaba parte cotidiana de la familia. La colección de discos de pasta era una especie de tesoro sagrado que Víctor, su padre, custodiaba tesoneramente a resguardo de cualquier profanación.
--Todo en mi casa evocaba a Gardel: el ambiente, el sonido, los libros, las revistas. Nada de lo que Gardel había hecho en su vida era ajeno a mi viejo. Conocía cada tema, cuándo lo había grabado, quiénes eran los guitarristas. Tenía grabaciones que Gardel había registrado para sus amigos y otras, raras, cantadas en italiano, en francés, en inglés...
"Mi viejo estaba en la Armada y también sabía mucho sobre aviación naval. Dejó unos interesantes manuscritos sobre el origen del arma.
"A mí, Gardel me resultaba indiferente. Hasta hoy. Pero... yo tenía un Fiat 600. Un día lo dejé estacionado en la puerta y, cuando fui a buscarlo, ya no estaba. Desconsolado, se lo comenté a mi viejo y él me respondió:
--Quedate tranquilo... Gardel te lo va a encontrar.
"Y encendió una vela ante el cuadro de Gardel. A las seis de la mañana me llamaron de la policía para avisarme que habían encontrado el auto, abandonado... ¿Una casualidad? Desde entonces miré con cierto respeto a Gardel... por las dudas...".
"Más adelante mi viejo me llevó a Buenos Aires para visitar la casa de Gardel, donde vivía un hombre que hacía costuras, de mal genio o desconfiado, que no nos dejaba entrar. Ante nuestra insistencia se fue a quejar al policía de la esquina. Por fin, convencido de que no intentábamos hacer nada malo, nos permitió pasar. Mi viejo recorrió los pasillos y las habitaciones con unción. Para él, aquellas eran las paredes de un santuario y algo de Gardel permanecía vivo ahí.
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En esos días Pipo decidió abandonar el Secundario y empezó a trabajar como vendedor y vidrierista de Grandes Tiendas del Sud. Con pequeños motores inventó diseños móviles --pulpos, peces, árboles-- convertidos en grandes atractivos para convocar a los transeúntes. Lo que le proporcionó un mayor reconocimiento salarial y mucho más trabajo.
"Mi viejo quería que yo practicara tiro, esgrima, fútbol, boxeo. Pero yo ya tenía otros planes. Nada de eso me interesaba. Empecé a concurrir a la Escuela Panamericana de Arte para especializarme en tinta china con dibujantes de la talla de Borisoff, Bayón y Hugo Pratt, que aparecía muy poco".
El diálogo sin fin
Cuando salió del servicio militar, Pipo encontró la huella definitiva de su futuro. A través de la agencia publicitaria de Domingo Mamana inició su carrera como creativo en radio y televisión. Fue el comienzo de una larga y fructífera trayectoria, de un inextinguible diálogo con la gente que dura hasta hoy. A la mañana conducía un programa diario en LU2.
--Ahí empezó mi encuentro con los oyentes. Supe que del otro lado del micrófono había gente que me escuchaba y respondía, a pesar de su silencio. Después alcanzamos un gran éxito con los MH Positivos, grabaciones que incluían seis temas, y que producíamos para el sello de Frank Sinatra. Fui su difusor durante diez años.
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Generalmente un ascensor no es el lugar ideal, ni el más romántico, para que un hombre descubra en tan pasajera intimidad a la mujer de su vida. Pero, también en eso Pipo fue original. En el ascensor de LU2 conoció a Elvira Rabanetti, una chica del diario que, no sin alguna insistencia por parte del publicista, retribuyó el afecto hasta convertirse en su esposa.
Tras instalar su propia agencia de publicidad, Pipo fue convocado en 1985, tiempo de inquietante crisis, por las autoridades de Canal 9 para impulsar la reactivación de ese medio.
--Me dijeron que debía inventar algo para zafar del pantano... y cuando salí de la reunión, mientras me iba caminando, se me presentó la imagen de un sapo... Un sapo sabio, que sabía bastante, pero no todo. Lo bauticé de inmediato: Sapienso. Desde la pantalla Sapienso formularía un desafío a los chicos, que debían estar atentos, a lo largo del día, para responder a sus preguntas y ganar un premio. Un juego interactivo.
"Una mujer de Ingeniero White, a la que acompañamos para asesorarla, creó la mascota de tela en una noche. El impacto fue masivo. Registramos hasta 80.000 respuestas por mes.
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Entre los encuentros gratos que le depararon aquellos años, repletos de experiencias, se destaca la figura de Luis Sandrini, el gran actor cómico de mirada triste. Se conocieron en Bahía Blanca, a través de un reportaje periodístico. Sandrini lo invitó a participar, ese mismo día, de una cena en el Austral. Y afloró la amistad. Durante la charla de sobremesa Sandrini le propuso a Pipo encargarse de la promoción de una gira que iba a realizar por diferentes países. Pipo no pudo acompañarlo, pero iniciaron un vínculo afectivo que concluiría mucho después, en el Sanatorio Güemes, cuando Pipo fue a despedirlo, en silencio, porque el gran actor abandonaba el último escenario de la vida.
Sus contactos con el divismo actoral le permitieron también intensificar el conocimiento de la farándula. Hasta dirigió a la gran diva Susana Giménez en un publicitario de Barrita de Oro --los célebres fideos--, que él mismo creara.
Después llegó la etapa del éxodo, con Mar del Plata por meta. Allí trabajó en televisión y radio y, ya con su hija Virginia, alcanzó gran repercusión; también con el auxilio de otro símbolo surgido del reino animal: El Conejo Alejo.
--El programa Pepsi Ring, plasmado fuera de los estudios, para conocer a las familias en sus propios hogares, nos dio muchas satisfacciones. Recorríamos, permanentemente, tanto los barrios más pobres como los más ricos y otorgábamos premios a los participantes. La gente nos esperaba.
En esa etapa le tocó concretar la nota más insólita de su larga trayectoria.
"Una vez llamamos en una casa muy humilde y nos atendió una mujer, casi llorando. Al vernos, sorprendida --íbamos con vehículo, cámaras, iluminación...-- exclamó: '¡Ah, ustedes son los de la TV! ... Y agregó: 'Llegan en mal momento. Estamos velando a mi cuñada'. Le pedí disculpas y nos dispusimos a alejarnos, cuando ella nos detuvo: 'Pero... pasen, pasen. Podemos despejar un lugar para hacer la nota'". Y, ante su insistencia, un poco desconcertados, entramos con la cámara, las luces... Hicimos la nota en pleno velorio".
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La pasión de Pipo por los comics permanece latente.
Un amigo suyo fue a vivir a Barcelona y pudo ingresar como colaborador en la revista "El Papus" , de amplia difusión. Con gran entusiasmo se lo contó por teléfono a Pipo, y le mandó un ejemplar. Pipo vio que allí figuraba la dirección de la editorial y decidió enviar la tira de sus "Hasañas bélicas" (con s), una expresión irónica antibélica, para que la evaluaran. La respuesta fue inmediata. El propio director lo invitó a participar de la publicación.
--Empecé con una página y terminé ocupando hasta doce, durante doce años. Después la historieta fue repetida por una revista argentina.
Las voces que a veces oímos
El retorno de Mar del Plata a Bahía Banca, con su esposa, se produjo para reencontrarse con Virginia, que había decidido regresar a su ciudad natal. No podían asumir la separación.
Y en Bahía Blanca Pipo se reencontró también con su vieja radio. Y con la radio de la Bahía Blanca que no duerme. Cada sábado, a las 0.15, cuando la ciudad atraviesa la noche, Pipo y Virginia encienden la esperanza de un diálogo cordial con quienes comparten la vigilia nocturna. Es la hora en que los relojes serenan sus agujas y afloran con mayor autenticidad las demandas y las confidencias íntimas; como si nadie pudiera oírlas. O como si en esos momentos la verdad absoluta y omnímoda, que no tiene dueño ni edad, depusiera sus miedos y su timidez para fomentar encuentros diferentes, al margen del silencio y el descanso.
--Una vez le dimos un premio a un chico que estaba con el abuelo. Y el abuelo también habló. Tenía una historia triste, llena de carencias. Dormía en la calle, se ganaba la vida como boxeador y terminó transitando el camino obligado: el del alcohol. Se sentía estafado por la vida. Después nos contó que, con aquella confesión cruda, expresada por primera vez en nuestro programa, se había sacado de encima el resentimiento.
Paralelamente campea durante esas horas el matiz humorístico, la ironía chispeante, y el difícil arte de abarcar la amplia gama de una sensibilidad que va desde la efusividad, que significa afecto, hasta la euforia, que implica optimismo.
Pipo procura seguir siendo a través de los años el motivo de un vínculo solidario: "No quiero defraudar a la gente que confía en mí. Lo que hago lo siento con gran afecto".
Pero hay otros registros de la realidad que cunden de una manera inasible. Que ocurren y uno no sabe por qué ni de qué manera, ni si vienen de otras noches o de otros días, de otros tiempos o de otras eternidades. Como aquel que lo enfrentó con el abuelo en la vereda de la calle Dorrego, para darse el último abrazo.
También a ese blanco apunta su sensibilidad. En 1991, cuando todavía Pipo vivía en Mar del Plata, murió Víctor, su padre. Pipo viajó con Virginia a Bahía Blanca para asistir al velatorio.
"Mi viejo me había pedido que, en su sepelio, yo lo despidiera con palabras que no fueran demasiado serias ni demasiado cómicas. Como para no irse en silencio y llevarse el recuerdo de los suyos --dice Pipo.
"Y yo lo despedí con las palabras que él quería. Cuando subía al auto para volver a Mar del Plata vi cómo una mariposa blanca se posaba en mi mano izquierda y después emprendía un corto vuelo, hasta detenerse sobre mi corazón. Hizo un nuevo giro y se alejó. Con Virginia nos miramos sorprendidos. Yo lo sentí como una respuesta suya. Como una aprobación.
"Me interesa mirar más allá de lo aparente, de lo superficial. La realidad es más amplia y profunda de lo que suponemos. Tras la muerte de mi padre, estando en La Plata decidí asistir a una sesión de hipnosis. Me durmieron y, en ese estado, me encontré, de repente, con él en un lugar lleno de flores, de sol... Vi que se acercaba y me decía: 'Quedate conmigo. Todo lo que ocurre del otro lado es mentira... Acá vamos a estar bien'. Y yo me quería quedar. Cuando me despertaron estaba bañado en lágrimas".
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¿Qué pensamos de estas extrañas connotaciones de la realidad que a lo largo de los siglos la humanidad incluye en sus misteriosos registros? No sabemos si provienen de fuera o de dentro de nosotros. O si ambos lugares son el mismo y único lugar. "En el jardín crecen más plantas que las que siembra el jardinero", reza un viejo adagio inglés. ¿Deberíamos pensar que tal vez habrá otros 'micrófonos' y otras voces que, solo en frecuencias complejas y en sensitivas circunstancias, pueden registrarlas nuestros oídos...? ¿Quién lo sabe?
La colección de Carlos Gardel continúa intacta en la casa paterna de Pipo. Está considerada "entre las tres más completas del mundo" en lo que se refiere al Zorzal Criollo.
Pipo mantiene también vigente el recuerdo imborrable de su querida abuela:
--De ella guardo algunas cintas grabadas que escucho de tanto en tanto. Y cuando a veces no estoy bien, por una gripe o una circunstancia especial, y tengo que hacer el programa, lo que implica un desgaste muy grande, le digo a la abuela: "Dame polenta, abuela, ayudame para llegar bien hasta el fin". Y siempre llego.
miércoles, 20 de mayo de 2009
sábado, 16 de mayo de 2009
Que bueno, el querido sapo Sapienso, tiene un Club de Admiradores en Facebook.
Juan Cruz Fernández, el jóven productor de nuestro programa radial "Palacios en el Aire", me comentó que había descubierto un Facebook del "Club de admiradores de Sapienso". Es increíble cómo aún genera nostalgia y tantos hermosos recuerdos este personaje, del cual mucho hablo en una página que le dedico en mi Blogspot, felizmente hay mucho material que guardo de Sapienso y que muy poca gente conoce. En mis archivos de aquellos años, tengo una importante cantidad de fotos tomadas por Oscar Baleirón que era nuestro fotógrafo exclusivo, en esas imágenes se aprecian los back stage antes de cada salida al aire, el elenco en su talidad y poseo algunos videos máster de los micros con las preguntas para responder en las video tarjetas, grabados en sistema U-Matic. Posiblemente estas secuencias sean únicas, porque por alguna extraña razón, cuando Canal 9-Telenueva fué vendido al grupo Telefé, muchos archivos de programas que pertenecieron a la historia de la televisión bahiense ya no existen, quizás porque esos casettes fueron borrados o utilizados para distintas regrabaciones. Un gran error, porque en esas cintas habitaban los testimonios de valiosos contenidos locales que además de tener gran audiencia, se producían a "pulmón" e iban al aire en directo, ya que en los inicios de la TV bahiense, no existía aún el video tape. Hubo envíos como "Hoy actúa usted" entre otros tantos de la televisión pionera donde tanto en los estudios de Canal 7 o Canal 9-Telenueva, un grupo de talentosos y entusiastas técnicos, animadores, locutores y libretistas, volcaban todo su empeño en lograr puestas en el aire muy bien logradas donde todo se hacía prácticamente a pulmón. Poco o casi nada de toda aquella mágia surgida en los inicios de la pujante televisión bahiense ha quedado registrado, otro de los pecados de olvido que permanentemente cometen los funcionarios responsables de cuidar el patrimonio artístico, cultural y también arquitectónico de una ciudad que poco y nada respeta el pasado edilicio y donde de la noche a la mañana, en el sitio que hasta hace pocas horas se erigía una admirable e indefensa propiedad de principios de siglo, las topadoras la derriban para que en su lugar se levante un gélido y flaco edificio donde se contabilizan cientos de departamentos. Torres de cemento que sirven de lápidas frías para sepultar una historia que supo ser mucho más creativa. Las chicas y muchachos que ayer fueron niños y hoy son jóvenes aún con responsabilidades familiares y profesionales que se hacen un lugar en su mente para volver al ayer y revivir los momentos de "Sapienso", de alguna manera enaltecen aquel evento sin precedentes en la TV local, porque indudablemente no hubo otro igual. Cuando hace cuatro años y después de una larga ausencia, regresé a Bahía me sorprendía que chicos de poco más de treinta años se acordaran y quisieran tanto a la tierna criatura del pantano que premiaba su conocimiento. En una oportunidad, quise alquilar el Teatro Rossini para armar en esa sala mítica un lugar exclusivamente destinado a la recreación infantil llamado "El Club de Sapienso". Mi idea era aprovechar ese maravilloso ámbito teatral, renovar su diseño original, dejándo el amplio escenario que tiene para representar en el mismo obras actuadas por chicos e instalar una pantalla con el fin de proyectar únicamente películas infantiles. Había imaginado una marquesina corpórea con la figura del sapo y en el hall de acceso recrear un pantano armado con elementos tridimensionales. Mi oferta no prosperó, el dinero en dólares que pedía por el fondo de comercio el ex dueño de un malogrado boliche bailable que funcionaba en ese lugar era absolutamente descabellado. En mi interior siempre albergué el sueño de brindarle a los hijos de los miles de chicas y muchachos que vivieron la era del sapo, un centro destinado a eventos infantiles y también a exposiciones con obras de todo tipo realizadas por niños. Posiblemente sea esta una de mis asignaturas pendientes, pero aún albergo la esperanza que algún día, sin tanta dirigencia política mediocre por medio, Sapienso tendrá finalmente su merecido sitial y el tedioso gris se trocará por los colores mágicos, la música, la alegría y el brillo que despierta la ilusión sana y bien intencionada.
jueves, 14 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado 5; Aquella loca noche de furia y motores rugientes, vivida junto a mi compañero Jorge "Pucho" Chiaradía.
A Jorge "Pucho" Chiaradía, lo conocía desde que éramos casi niños, el vivía en la calle Portugal a unos cien metros de mi casa paterna. Habíamos compartido juegos, la escuela y en aquellos los tiempos de soldado, nos tocó el servicio militar en el mismo comando. Era verano y una noche de sábado, en la que ambos teníamos un franco de fin de semana nos encontrámos a tomar un café en el centro de Bahía. Después de charlar con otros conocidos, nos pusimos a caminar por el centro de la ciudad y al cruzar una calle, muy cerca nuestro pasa lentamente, pero con un fuerte sonido de escape libre un Fiat con todas las señales de ser un auto de competición. A bordo iban dos chicas que nos miraron con evidente simpatía y allí nomás se me ocurre hacerles una seña como para que se detengan e inmediatamente, a pocos metros estacionan el vehículo. Nos acercamos y comenzamos a entablar un diálogo de "introducción". Allí nos enteramos que Eva, la muchacha que estaba al volante y había resultado ser la propietaria del coche, era una conocida y avezada corredora de autos. La joven no era muy atractiva, pero demostraba tener mucha personalidad y al cabo de unos minutos, fué ella quién tomó la decisión de invitarnos a ubicarnos en la parte trasera y al tiempo que nos indicaba que abriéramos las puertas, exclamó; "suban chicos, vayámos a tomar una copa a algún boliche". Dicho ésto, puso la primera y arrancó a gran velocidad hacia la avenida Alem. Mientras nos desplazábamos por esa arteria el vehículo parecía volar, y en cada maniobra se evidenciaban las condiciones de Eva, quién parecía estar compitiendo en un circuito. El ruido que emitía el motor preparado del Fiat nos impedía oir lo que conversábamos en el habitáculo y esto nos obligaba a hablar prácticamente a los gritos. Finalmente acordamos ir a Hostería Palihue, una confitería muy popular de esa época que estaba ubicada en el interior del Barrio Palihue. Arribamos al lugar en tiempo récord, en el sector del estacionamiento, había allí muchos vehículos, señal que el sitio estaba repleto de gente. Cuando caminábamos hacia la puerta de acceso, comprobé que Eva era algo fornida, de baja estatura y poseía un cuerpo bastante armónico. Mucho nos costó encontrar sillones para ubicarnos y gracias al mozo encargado de ubicar a los asistentes y a quién conocía bastante, pudimos al fin instalarnos en uno de los tantos ambientes casi privados que caracterizaban al negocio que funcionaba en una casa de grandes dimensiones. Eva se sentó a mi lado y previamente le ayudé gentilmente a quitarse un saco de tela liviana que llevaba puesto y en ese momento descubrí que tenía un par de senos muy grandes y atractivos, no tuve en ese momento mejor ocurrencia que con dos dedos de mi mano derecha, apretarselos suavemente como si fueran una bocina de auto y emitir con mi boca un estúpido; "beppp, beeepp". La imprevista reacción de la "pechugona" Eva fué arrojarme un fuerte puñetazo que impactó en mi rostro arrojándome hacia atrás. Ante esto solo atiné a gritarle; "¿que hacés, estás loca?". Eva que ya se había puesto de pié adoptó una guardia propia de los boxeadores y fuera de sí me respondió; ¡hijo de puta, a mí nadie me toca las tetas, te voy a matar! Apenas pude esquivar el segundo golpe que también venía dirigido hacia mi cara, fué entonces que me arrojé sobre mi "agresora", la tomé de los brazos y caímos sobre el sillón donde íbamos a sentarnos. Mi compañero "Pucho" y la amiga de Eva, creían que aquello era una broma y se reían de la lucha cuerpo a cuerpo que estábamos entablando con creciente violencia por parte de Eva que no daba ninguna señal de detenerse y seguía profiriendo insultos hacia mi persona. Había logrado ponerla de espaldas y esto le impedía mover sus brazos, hasta que en un momento parece aflojar y me dice con voz calma; "está bién, me rindo, ¿podés soltarme?" y esto hice, creyéndo que me estaba diciendo la verdad, pero de inmediato volvió al ataque, esta vez asestándome un puñetazo en el estómago que me dolió de verdad y comienzo a correrla por los diferentes ambientes de "Hostería". Las parejas que estaban allí, sentados o bailando al amparo de la penumbra no entendían lo que estaba pasando, Eva, en un momento se detiene, estaba de espaldas y allí le aplico un certero puntapié en el trasero. Ella al sentir la patada, potencia su ira y otra vez nos trenzamos en lucha y empezamos a rodar por el piso de la pista de baile, el mozo y un par de muchachos al comprobar que aquello estaba pasando a mayores, nos separan. Tanto Eva como yó estábamos agitados, comprobé que mi camisa estaba rota y me salía un hilo de sangre de la boca, todo parecía haberse calmado, aunque yo quería irme de allí cuanto antes y alejarme de aquella loca furiosa. Lo primero que hago es decirle a "Pucho" que voy a pedir un taxi para irme, Eva al escuchar esto me dice; "no, no te vayas, perdonáme, a veces me salgo de las casillas". En señal de paz me extiende su mano derecha y le hago saber que le doy la mano, pero igual me voy. Insistió en llevarme hasta el centro como una demostración de buena voluntad y no me quedó otro remedio que aceptar su propuesta. Ella se sentó al volante de su auto de carreras , se colocó el cinturón de seguridad y sonriendo me dijo; "mejor ponéte el cinturón, porque ahora sí que vas a saber lo que es el miedo".
El vehículo salió como eyectado, evidentemente aquel motor estaba preparado para correr y esto lo iba comprobando en cada una de las curvas de las sinuosas calles de Palihue, que Eva tomaba con gran destreza y prácticamente en dos ruedas. El sonido del escape libre crecía en cada acelerada, yo miraba el velocímetro y no podía creer que esa inconciente fuera tan rápido. Cuando salimos del barrio Palihue, susurró; "ahora viene lo mejor, agarráte". Ya en el sector del Parque de Mayo, Eva fuera de sí, seguramente pensaba que estaba en un autódromo porque pisó al máximo el acelerador con toda la maldita intención de provocarme miedo, algo que logró porque le grité; ¡pará, estás reloca, quiero bajarme yá mismo!. De inmediato clavó los frenos e indicándome la puerta muy secamente me respondió; "bajáte" y sin pensarlo dos veces salí del auto y cuando estaba sobre el asfalto comencé a insultarla soltándo toda mi rabia e impotencia. Ví perderse al vehículo entre la oscuridad del parque y empecé a caminar rumbo a la avenida Alem con la intención de encontrar allí un taxi que me lleve a mi casa paterna. Para acortar camino decidí avanzar entre los muchos árboles que tiene el parque cuando veo frente a mí la potente luz de una linterna, al tiempo que una voz me grita; ¡policía, alto ahí, las manos sobre la cabeza!. La luz de la linterna sobre mi rostro me encandiló, dos policías habían surgido de la penumbra y estaban allí frente a mí, preguntándome que estába haciendo a esa hora caminando por el parque. Les expliqué que era soldado conscripto y por esa razón no llevaba encima mi documento de identidad, pero que si era necesario, podían llamar al comando, hablar con el jefe de servicio y confirmar lo que estaba diciéndoles. "Tiene que acompañarnos hasta la guardia" dijo uno de ellos y fuí con ambos agentes hasta una casa pequeña, tipo chalet que por esos años, servía de puesto policial en el parque de Mayo. Ya en confianza, los policías me hicieron saber que una chica, que andaba en un Fiat, se acercó a la guardia con el fin de alertarlos sobre la presencia sospechosa de un tipo que se movía sigilosamente entre los árboles, ese tipo era yó y la denunciante; la hija de perra de Eva que con esa actitud me dió el golpe de gracia en esa noche de mierda, ya que los agentes recién me dejaron ir a las seis de la mañana. Casi cuarenta años más tarde, al finalizar una función de teatro en la actuaba nuestra hija Virginia, me encontraba en el hall cuando se me acerca una mujer de cabellos blancos y me pregunta; "¿vos sos Pipo?", sí le respondí y ...¿vos quién sos? - Eva, aquella loca desaforada que hace muchos años te agarró a piñas en Hostería, ¿te acordás?. No podía creer que cuatro décadas después, Eva y yó volviéramos a encontrarnos. Nos dimos un abrazo y cuando estábamos despidiéndonos le pregunté; "Eva, ¿como reaccionarias si ahora te pellizco una teta?". "Dale, me gustaría, respondió con una sonrisa".
El vehículo salió como eyectado, evidentemente aquel motor estaba preparado para correr y esto lo iba comprobando en cada una de las curvas de las sinuosas calles de Palihue, que Eva tomaba con gran destreza y prácticamente en dos ruedas. El sonido del escape libre crecía en cada acelerada, yo miraba el velocímetro y no podía creer que esa inconciente fuera tan rápido. Cuando salimos del barrio Palihue, susurró; "ahora viene lo mejor, agarráte". Ya en el sector del Parque de Mayo, Eva fuera de sí, seguramente pensaba que estaba en un autódromo porque pisó al máximo el acelerador con toda la maldita intención de provocarme miedo, algo que logró porque le grité; ¡pará, estás reloca, quiero bajarme yá mismo!. De inmediato clavó los frenos e indicándome la puerta muy secamente me respondió; "bajáte" y sin pensarlo dos veces salí del auto y cuando estaba sobre el asfalto comencé a insultarla soltándo toda mi rabia e impotencia. Ví perderse al vehículo entre la oscuridad del parque y empecé a caminar rumbo a la avenida Alem con la intención de encontrar allí un taxi que me lleve a mi casa paterna. Para acortar camino decidí avanzar entre los muchos árboles que tiene el parque cuando veo frente a mí la potente luz de una linterna, al tiempo que una voz me grita; ¡policía, alto ahí, las manos sobre la cabeza!. La luz de la linterna sobre mi rostro me encandiló, dos policías habían surgido de la penumbra y estaban allí frente a mí, preguntándome que estába haciendo a esa hora caminando por el parque. Les expliqué que era soldado conscripto y por esa razón no llevaba encima mi documento de identidad, pero que si era necesario, podían llamar al comando, hablar con el jefe de servicio y confirmar lo que estaba diciéndoles. "Tiene que acompañarnos hasta la guardia" dijo uno de ellos y fuí con ambos agentes hasta una casa pequeña, tipo chalet que por esos años, servía de puesto policial en el parque de Mayo. Ya en confianza, los policías me hicieron saber que una chica, que andaba en un Fiat, se acercó a la guardia con el fin de alertarlos sobre la presencia sospechosa de un tipo que se movía sigilosamente entre los árboles, ese tipo era yó y la denunciante; la hija de perra de Eva que con esa actitud me dió el golpe de gracia en esa noche de mierda, ya que los agentes recién me dejaron ir a las seis de la mañana. Casi cuarenta años más tarde, al finalizar una función de teatro en la actuaba nuestra hija Virginia, me encontraba en el hall cuando se me acerca una mujer de cabellos blancos y me pregunta; "¿vos sos Pipo?", sí le respondí y ...¿vos quién sos? - Eva, aquella loca desaforada que hace muchos años te agarró a piñas en Hostería, ¿te acordás?. No podía creer que cuatro décadas después, Eva y yó volviéramos a encontrarnos. Nos dimos un abrazo y cuando estábamos despidiéndonos le pregunté; "Eva, ¿como reaccionarias si ahora te pellizco una teta?". "Dale, me gustaría, respondió con una sonrisa".
martes, 12 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado 4; Aquellas Guardias Eternas.
Al irse de baja casi cien compañeros, el comando había quedado totalmente desolado. Resultaba muy triste y extraño ver aquellos grandes edificios ocupados hasta hacía poco tiempo por una compañía completa, ahora se presentaban prácticamente vacíos y el movimiento cotidiano se limitaba a la rutinaria administración manejada por suboficiales y oficiales, que superaban en número a los pocos soldados que allí habíamos quedado. Yo seguí pintando las letras en los vidrios de las puertas de las oficinas solitarias ya que había muy poco por hacer y añoraba a algunos de mis compañeros que ya no estaban. Costaba mucho acostumbrarse al nuevo estado de cosas porque a partir de la reducción del número de soldados, el jefe del comando no tuvo mejor idea que elegir un grupo de conscriptos "parias" o sin ocupaciones específicas para que cumplan guardias permanentes. Yo había sido uno de los elegidos para esta misión rutinaria y deplorable, consistente en hacer guardias de 24 horas día por medio. Para este fín fuimos designados 32 soldados, de los cuales dieciséis debíamos presentarnos en cada jornada de guardia para cubrir los cuatro puestos señalados como importantes o claves para el ejército. Allí quedábamos apostados fusil en mano durante dos horas por turno con cuatro de descanso, una rutina que resultaba sumamente tediosa porque los sitios a cubrir eran muy distantes el uno del otro y allí debíamos permanecer parados como estúpidos y atentos a que en cualquier momento nos pueda sorprender el jefe de guardia con el fín de controlar personalmente si estábamos alertas y vigilantes. Muchos soldados de aquellas guardias en más de una ocasión solían quedarse dormidos y eso podría significar una seria sanción. En aquella época la Argentina aún no conocía lo que tiempo después se llamaría subversión y el Ejercito se limitaba a cumplir con viejos manuales burocráticos, sin preocuparse demasiado por superarse ya sea en su armamento o las tácticas que imponían los nuevos tiempos. Pocos recuerdos emocionantes tengo de aquellas guardias monótonas, solo algunos casos aislados protagonizados por ciertos compañeros que eran personajes muy divertidos y particulares como Luciano Percaz, un loco lindo que en una oportunidad estaba apostado en la guardia principal, un edificio en construcción que se estaba levantando en el mismo acceso al comando. Allí había una ventana si terminar que daba a la única ruta de entrada. A pocos metros de este puesto, estaba emplazada una barrera y cuando se acercaba algún vehículo, el soldado de guardia caminaba hacia el vehículo que solía detenerse a unos dos metros de la barrera baja y pedía a su conductor que se identifique. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, a Percaz le surge una diarrea y con ella la necesidad imperiosa de defecar, como en la construcción todavía no se habían instalado los baños, en la emergencia intestinal, decide hacer sus necesidades dentro de un caño galvanizado cuya boca de pequeñas dimensiones sobresalía de un lugar donde a futuro iría instalado el inodoro. Mi compañero en apuros, se había quitado el correaje donde iban alojados los cargadores de su fusil y la bayoneta. Sus pantalones estaban bajos y con mucho esfuerzo trataba de descargar su imparable materia fecal en la incómoda e improvisada letrina, cuando los faros de un automóvil que se acercaba a su puesto, lo sobresalta. El vehículo se detiene frente a la barrera y Percaz al intentar incorporarse se ensucia por completo el pantalón y las piernas. Transcurridos unos minutos, extrañados por la asusencia del soldado de guardia, uno de los ocupantes del rodado, desciende y camina enérgicamente hacia la ventana y grita; ¡soldado de guardia!.
Percaz solo atina a colocarse su casco de acero, se asoma a la ventana, se pone en posición de firme e impostando su voz al máximo pregunta; ¿Quien vive?.
"Teniente Coronel Suarez Masson", responde un oficial alto y delgado que vestía su uniforme de gala. Percaz lejos de inmutarse y asomado con medio cuerpo a la ventana le pide que se identifique. El Teniente Coronel duda por un instante, luego busca su credencial en un bolsillo de su saco, la extrae y la extiende hacia Percaz que la observa en medio de la penumbra, acto seguido se la devuelve y le dice; "gracias mi Teniente Coronel, puede pasar". La tensión se cortaba en el aire, el oficial le pregunta; ¿que le pasa soldado?. Percaz se sincera y le responde; "estoy muy descompuesto mi Teniente Coronel".
Suarez Masson lo miró extrañado y le dijo; "continuar soldado", luego dió media vuelta y mientras caminaba hacia su auto, murmuró; "con razón ese olor insoportable que saliá por la ventana, este tipo se estaba haciendo encima".
Con su aparente parsimonia Suarez Masson, quien años más tarde se convertiría en un célebre represor de la dictadura militar, quizás el más condenado por su participación en diversos delitos contra los derechos humanos, esa noche, levantó y bajó el mismo la barrera de la guardia sin ordenar sanción o castigo alguno contra mi compañero.
En otra ocasión, me habían asignado a un puesto que estaba cerca de la ex morgue, un viejo edificio que años atrás había servido como depósito de cadáveres del Hospital Militar y en ese momento estaba abandonado. Cada vez que alguno de nosotros iba a parar a ese sitio, sabía que podría dormir tranquilo ya que los suboficiales de servicio, por cábala o alguna extraña razón, no solían acercarse para controlar al soldado de guardia. Varias veces había oído el rumor que en la morgue, los soldados allí apostados, al escuchar el mínimo ruido cerca, no dudaban en disparar sus fusiles en medio de la oscuridad. Era una noche cálida de Noviembre y sabiendo que pasaría allí dos horas apacibles, me quité el correaje y envolví el casco con la chaqueta de fajina utilizándolo como almohada y después de fumar un cigarrillo cuya colilla encendida arrojé hacia el pastizal que circundaba el sitio, me dormí profundamente bajo las extrellas y acostado sobre el suelo.
Al rato, un calor insoportable y el crepitar de llamas me sobresaltó. Los pastos se estaban prendiendo fuego a mi alrededor, pensé que seguramente el incendio se había iniciado a causa de la colilla que había tirado sin apagar. Vanamente intenté sofocar el fuego, pero todos mis intentos fueron inútiles, hacía tiempo que no llovía y las ramas secas facilitaban que las llamas se propagaran con facilidad. El puesto de guardia no podía abandonarse bajo ninguna circunstancia y nos habían ordenado que en caso de emergencia, los soldados apostados debíamos disparar tres tiros al aire con nuestro FAL (Fusil Automático Liviano), pero en ese momento recordé que siempre llevaba mi fusil sin balas y en las cartucheras donde debían estar los cargadores, solo había chocolates y masitas. En síntesis, no podía accionar mi arma porque sencillamente no tenía ningún proyectil encima. A todo esto, el incendio ya alcanzaba grandes proporciones y lo único que se me ocurrió fué quitarme el casco, el correaje, dejar el fusil y correr a pedir ayuda en el edificio donde funcionaba la sala de guardia principal, distante a unos cien metros de mi puesto. Desde la guardia principal era prácticamente imposible ver las llamas, ya que la mayoría de las ventanas allí existentes daban hacia el lado opuesto. Casi sin respiración, entré a la guardia, casi todos sus ocupantes estaban durmiendo, también lo hacía recostado en un amplio sillón y con las piernas apoyadas sobre un escritorio el propio suboficial a cargo, ante quién con toda mi voz y un sonoro taconeo le grité; "parte para el principal de guardia, el soldado apostado en el puesto número tres, me mandó a pedir ayuda porque está en medio de un incendio".
Todo fué tan rápido e improvisado que apenas pude ver la reacción del adormecido suboficial y dicho esto, regresé a toda velocidad al sitio donde se había originado el siniestro, me puse el casco, el correaje y me tizné la cara. A los pocos minutos, observé que el suboficial de guardia junto a varios soldados que empujaban un carro equipado con elementos para combatir incendios se acercaban a la carrera, fué entonces que con mi propia chaqueta simulé que estaba intentando sofocar las llamas. Mi jefe, al ver esta acción que jamás tuvo intenció heroica alguna, me dijo; "lo felicito soldado, ya hizo lo que pudo, vaya a descansar, nosotros vamos a ocuparnos de esto". Increíblemente, el suboficial responsable de la guardia, no se dió cuenta en ningún momento que yo había abandonado mi puesto.
Percaz solo atina a colocarse su casco de acero, se asoma a la ventana, se pone en posición de firme e impostando su voz al máximo pregunta; ¿Quien vive?.
"Teniente Coronel Suarez Masson", responde un oficial alto y delgado que vestía su uniforme de gala. Percaz lejos de inmutarse y asomado con medio cuerpo a la ventana le pide que se identifique. El Teniente Coronel duda por un instante, luego busca su credencial en un bolsillo de su saco, la extrae y la extiende hacia Percaz que la observa en medio de la penumbra, acto seguido se la devuelve y le dice; "gracias mi Teniente Coronel, puede pasar". La tensión se cortaba en el aire, el oficial le pregunta; ¿que le pasa soldado?. Percaz se sincera y le responde; "estoy muy descompuesto mi Teniente Coronel".
Suarez Masson lo miró extrañado y le dijo; "continuar soldado", luego dió media vuelta y mientras caminaba hacia su auto, murmuró; "con razón ese olor insoportable que saliá por la ventana, este tipo se estaba haciendo encima".
Con su aparente parsimonia Suarez Masson, quien años más tarde se convertiría en un célebre represor de la dictadura militar, quizás el más condenado por su participación en diversos delitos contra los derechos humanos, esa noche, levantó y bajó el mismo la barrera de la guardia sin ordenar sanción o castigo alguno contra mi compañero.
En otra ocasión, me habían asignado a un puesto que estaba cerca de la ex morgue, un viejo edificio que años atrás había servido como depósito de cadáveres del Hospital Militar y en ese momento estaba abandonado. Cada vez que alguno de nosotros iba a parar a ese sitio, sabía que podría dormir tranquilo ya que los suboficiales de servicio, por cábala o alguna extraña razón, no solían acercarse para controlar al soldado de guardia. Varias veces había oído el rumor que en la morgue, los soldados allí apostados, al escuchar el mínimo ruido cerca, no dudaban en disparar sus fusiles en medio de la oscuridad. Era una noche cálida de Noviembre y sabiendo que pasaría allí dos horas apacibles, me quité el correaje y envolví el casco con la chaqueta de fajina utilizándolo como almohada y después de fumar un cigarrillo cuya colilla encendida arrojé hacia el pastizal que circundaba el sitio, me dormí profundamente bajo las extrellas y acostado sobre el suelo.
Al rato, un calor insoportable y el crepitar de llamas me sobresaltó. Los pastos se estaban prendiendo fuego a mi alrededor, pensé que seguramente el incendio se había iniciado a causa de la colilla que había tirado sin apagar. Vanamente intenté sofocar el fuego, pero todos mis intentos fueron inútiles, hacía tiempo que no llovía y las ramas secas facilitaban que las llamas se propagaran con facilidad. El puesto de guardia no podía abandonarse bajo ninguna circunstancia y nos habían ordenado que en caso de emergencia, los soldados apostados debíamos disparar tres tiros al aire con nuestro FAL (Fusil Automático Liviano), pero en ese momento recordé que siempre llevaba mi fusil sin balas y en las cartucheras donde debían estar los cargadores, solo había chocolates y masitas. En síntesis, no podía accionar mi arma porque sencillamente no tenía ningún proyectil encima. A todo esto, el incendio ya alcanzaba grandes proporciones y lo único que se me ocurrió fué quitarme el casco, el correaje, dejar el fusil y correr a pedir ayuda en el edificio donde funcionaba la sala de guardia principal, distante a unos cien metros de mi puesto. Desde la guardia principal era prácticamente imposible ver las llamas, ya que la mayoría de las ventanas allí existentes daban hacia el lado opuesto. Casi sin respiración, entré a la guardia, casi todos sus ocupantes estaban durmiendo, también lo hacía recostado en un amplio sillón y con las piernas apoyadas sobre un escritorio el propio suboficial a cargo, ante quién con toda mi voz y un sonoro taconeo le grité; "parte para el principal de guardia, el soldado apostado en el puesto número tres, me mandó a pedir ayuda porque está en medio de un incendio".
Todo fué tan rápido e improvisado que apenas pude ver la reacción del adormecido suboficial y dicho esto, regresé a toda velocidad al sitio donde se había originado el siniestro, me puse el casco, el correaje y me tizné la cara. A los pocos minutos, observé que el suboficial de guardia junto a varios soldados que empujaban un carro equipado con elementos para combatir incendios se acercaban a la carrera, fué entonces que con mi propia chaqueta simulé que estaba intentando sofocar las llamas. Mi jefe, al ver esta acción que jamás tuvo intenció heroica alguna, me dijo; "lo felicito soldado, ya hizo lo que pudo, vaya a descansar, nosotros vamos a ocuparnos de esto". Increíblemente, el suboficial responsable de la guardia, no se dió cuenta en ningún momento que yo había abandonado mi puesto.
lunes, 11 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado 3 ; Cuando una Broma Pesada me Condenó a Permanecer Seis Meses Más en el Ejército.
Al salir del Hospital Militar,le pedí al sargento ayudante encargado de la compañía que me reintegre al "Pelotón de Fajina", ya que en ese grupo había estado asignado desde mis comienzos de la conscripción, pero el suboficial no estuvo de acuerdo y me envió a ponerme bajo las órdenes de otro suboficial apodado "Ginebra". Esto se debía a por su adicción a la bebida del mismo nombre. "Ginebra" era el responsable de distribuir diariamente las raciones del kerosene destinado a alimentar las muchas estufas que funcionaban en las oficinas del Comando y la guardia principal. Mi tarea consistía en extraer ese combustible de unos tambores de gran tamaño que tenían adherida una canilla y mediante ese grifo, iba completando los respectivos bidones que traían cada mañana los soldados enviados por los jefes de las distintas secciones. Cerca del mediodía, "Ginebra" que ya se encontraba bajo los efectos del alcohol, apenas podía pronunciar una palabra, caminaba con dificultad y solo se limitaba a darle un vistazo al vapuleado cuaderno donde figuraba la lista de destinatarios y litros expendidos. Esta tarea rutinaria se llevaba a cabo en un frío y lúgubre galpón que servía de depósito y hasta allí se acercaban con sus recipientes en mano muchos soldados y cabos que formando una ordenada fila, aguardaban pacientemente que el "rusito", un soldado rubio, pecoso y que estaba bajo las órdenes de "Ginebra" como encargado de recibir los pedidos, una vez que los asentaba en el registro me decía; "ponéle cinco litros para la oficina de Operaciones", etc etc. Al tercer día de estar allí, comencé a pensar en una salida. No soportaba ni el encierro ni el trabajo aburrido que me había tocado y un mediodía, mientras me encontraba en la cantina comiendo un sandwich y bebiendo una gaseosa, se nos acerca el Teniente Coronel Vallejo, un oficial con gran conocimiento de arquitectura que estaba al mando de una sección donde se hacían todo tipo de planos. Vallejo dirigiéndose a nuestro grupo preguntó; "¿hay entre ustedes algún soldado con conocimientos de dibujo?". Instintívamente levanté la mano y le dije; "yó, mi Teniente Coronel". El oficial me pidió que lo siguiera hasta su oficina y una vez allí, en medio de tableros de dibujo, planos y mapas de todos los tamaños me dice; "vea soldado, necesito que escriba y pinte prolijamente en los vidrios de sus puertas, los nombres que identifican a todas de las oficinas del comando". Las puertas eran más de cien y esta cantidad de letras a pintar, significaba un trabajo tranquilo hasta el fin de mis días como soldado. El destino, felizmente me había alejado del galpón de "Ginebra" para comenzar una tarea mucho más gratificante. Vallejo era un oficial muy culto, sabía mucho sobre su trabajo en operaciones y una de sus virtudes era el respeto con el que trataba a sus subordinados. Una de las primeras buenas acciones que tuvo para conmigo fué facilitarme una credencial que decía; "soldado dibujante a las órdenes del Teniente Coronel Vallejo". Esta identificación me convertía en un soldado "intocable" al que ningún suboficial ni oficial, podría dar ninguna instrucción ni directiva, ya que mi jefe era uno de los hombres más importantes del comando y obviamente, a quien observara esa credencial con su firma y sello no se arriesgaría nunca a ganarse un arresto.
El mismo Vallejo me enseñó un método muy sencillo para pintar las letras en los vidrios de las puertas de las oficinas, esto era mediante la utilización de papeles transparentes en los que se escribía el texto correspondiente, luego se calaban las letras y el papel era pegado sobre los vidrios con cintas adhesivas. Una vez realizado ésto, con un pincel pequeño pintaba pasaba sobre las letras ahuecadas pintura sintética de color negro. Una vez finalizado esto, mientras esperaba que se seque la pintura, pasaba a realizar el mismo procedimiento sobre otro vidrio y así sucesivamente. Vallejo, mi jefe, una vez al día y siempre en horas de la tarde, iba recorriendo los pasillos del comando, miraba las inscripciones terminadas, asentía con la cabeza y me decía; "muy bien soldado, el trabajo queda bien, si quiere puede irse a su casa y volver mañana". Vallejo, además de ser cordial, era un militar muy culto, tenía una importante biblioteca y le gustaba la música clásica. Lo más sobresaliente de este oficial era su calma constante y el respeto con que trataba a los soldados. Recuerdo que cuando quería algo de un subordinado, era su costumbre decir; "por favor o gracias".
En algunas oportunidades me había cruzado con "Ginebra" y percibía su cara de pocos amigos cuando pasaba a mi lado, posiblemente no le había causado ninguna gracia que yo me alejara del depósito de kerosene sin despedirme de él o comunicarle que pasaba a estar bajo el mandato del Teniente Coronel.
El rumor de una baja masiva de soldados por razones de economía estaba circulando en todo el comando. Se decía que ese año, el ejército no contaba con presupuesto suficiente como para mantener a tantos soldados y habían decidido hacer una seleción de los menos útiles para la fuerza, quedándo solo aquellos que desde sus diferentes puestos realmente servían. Este era el caso de los choferes, cocineros, mozos, asistentes. mecánicos, enfermeros y oficinistas calificados, quienes seguirían cumpliendo los 12 o 13 meses de servicio militar obligatorio.
Eduardo Cenci, un destacado periodista de los medios radiales, gráficos y televisivos de Bahía, era por ese entonces el encargado de la oficina donde se administraba todo lo relacionado con la compañía a la que yo estaba asignado. Eduardo era un buen amigo mío y le pregunté si yo me encontraba en la codiciada lista de bajas. Dos días después, Eduardo me confirma que me encuentro entre los que se irán. Cuando la nómina se hace pública mediante fotocopias exhibidas por todo el comando, los favorecidos por esta elección, decidimos ir a festejar a la cantina. Al igual que yó, allí se encontraban muchos de mis compañeros que habían sido seleccionados para irse anticipádamente del ejército. La idea de retornar a la vida civil no me producía ninguna sensación de alegría, analizaba que tal mal no lo había pasado durante el medio año en que había sido soldado, ya que ese tiempo transcurrió rápido, sin rutinas y había estado lleno de pequeños desafíos que jamás imaginé me habría atrevido a protagonizar. La cantina estaba poblada de compañeros felices, todos reían y hacían planes para su inmediato retorno a la vida civil, cuando apareció el "rusito", el soldado callado y obsecuente que estaba bajo las órdenes de "Ginebra". El mismo que desde los inicios se transformó en su asistente incondicional. Al verlo, le pregunté si le había tocado irse de baja; "nó, no me tocó" me respondió con cierta tristeza. Lo primero que se ocurrió fué decirle; "claro te quedas porque a "Ginebra" le gusta que le lustres las botas todos los días, le llenes el vaso a cada rato y le hagas los mandados para su señora". Repentínamente se produjo allí un silencio sepulcral. Todos dejaron de reir de golpe y miraron hacia arriba con cara de susto, porque asomado en la planta alta de la cantina estaba nada más y nada menos que el mismísimo "Ginebra", quien evidentemente había escuchado lo que le dije al "rusito" en una clara alusión a su persona. Veloz como un rayo, el suboficial bajó hasta donde yo me encontraba, tenía la cara roja de ira y sus ojos parecían salirse de las órbitas.
Al verlo frente a mí, quedé paralizado, pero su vozarrón estalló como un volcán furioso y me dijo; "soldado, sígame". Todo evidenciaba que "Ginebra" no quería testigos y su intención era alejarme lo más posible de mis compañeros. Lo seguí a un metro de distancia y llegamos por fin a un sector del campo donde había espinos. "Ginebra" se puso las dos manos en su cintura, respiró profundo y gritó; "salto de rana, correr a mi alrededor, cuerpo a tierra, arrastrarse, carrera march." Esto se prolongó durante varios minutos que parecieron durar una eternidad, porque realmente ya no daba más, estaba exhausto y tanto mis brazos como piernas se habían lastimado al tomar contacto con las espinas y piedras esparcidas sobre el suelo del terreno. Cuando finalizó el "baile", me puse en posición de firme, casi sin aliento. "Ginebra" parecía satisfecho con el ejercicio despiadado al que me había sometido. Solo me miró con desprecio y muy cerca de mi oído, me dijo en voz baja; "por bromista te vas a quedár seis meses más aquí adentro, y de "Ginebra" no te vas a olvidar nunca". Una semana después, casi cien alegres compañeros vestidos de civil y acompañados por la banda del comando, marchaban en una larga fila después de haber sido despedidos emotivamente por el general a cargo de la guarnición. Ví perderse a mis ex camaradas al salir de la guardia y me preparé resignadamente para pasar los próximos seis meses en el ejército.
El mismo Vallejo me enseñó un método muy sencillo para pintar las letras en los vidrios de las puertas de las oficinas, esto era mediante la utilización de papeles transparentes en los que se escribía el texto correspondiente, luego se calaban las letras y el papel era pegado sobre los vidrios con cintas adhesivas. Una vez realizado ésto, con un pincel pequeño pintaba pasaba sobre las letras ahuecadas pintura sintética de color negro. Una vez finalizado esto, mientras esperaba que se seque la pintura, pasaba a realizar el mismo procedimiento sobre otro vidrio y así sucesivamente. Vallejo, mi jefe, una vez al día y siempre en horas de la tarde, iba recorriendo los pasillos del comando, miraba las inscripciones terminadas, asentía con la cabeza y me decía; "muy bien soldado, el trabajo queda bien, si quiere puede irse a su casa y volver mañana". Vallejo, además de ser cordial, era un militar muy culto, tenía una importante biblioteca y le gustaba la música clásica. Lo más sobresaliente de este oficial era su calma constante y el respeto con que trataba a los soldados. Recuerdo que cuando quería algo de un subordinado, era su costumbre decir; "por favor o gracias".
En algunas oportunidades me había cruzado con "Ginebra" y percibía su cara de pocos amigos cuando pasaba a mi lado, posiblemente no le había causado ninguna gracia que yo me alejara del depósito de kerosene sin despedirme de él o comunicarle que pasaba a estar bajo el mandato del Teniente Coronel.
El rumor de una baja masiva de soldados por razones de economía estaba circulando en todo el comando. Se decía que ese año, el ejército no contaba con presupuesto suficiente como para mantener a tantos soldados y habían decidido hacer una seleción de los menos útiles para la fuerza, quedándo solo aquellos que desde sus diferentes puestos realmente servían. Este era el caso de los choferes, cocineros, mozos, asistentes. mecánicos, enfermeros y oficinistas calificados, quienes seguirían cumpliendo los 12 o 13 meses de servicio militar obligatorio.
Eduardo Cenci, un destacado periodista de los medios radiales, gráficos y televisivos de Bahía, era por ese entonces el encargado de la oficina donde se administraba todo lo relacionado con la compañía a la que yo estaba asignado. Eduardo era un buen amigo mío y le pregunté si yo me encontraba en la codiciada lista de bajas. Dos días después, Eduardo me confirma que me encuentro entre los que se irán. Cuando la nómina se hace pública mediante fotocopias exhibidas por todo el comando, los favorecidos por esta elección, decidimos ir a festejar a la cantina. Al igual que yó, allí se encontraban muchos de mis compañeros que habían sido seleccionados para irse anticipádamente del ejército. La idea de retornar a la vida civil no me producía ninguna sensación de alegría, analizaba que tal mal no lo había pasado durante el medio año en que había sido soldado, ya que ese tiempo transcurrió rápido, sin rutinas y había estado lleno de pequeños desafíos que jamás imaginé me habría atrevido a protagonizar. La cantina estaba poblada de compañeros felices, todos reían y hacían planes para su inmediato retorno a la vida civil, cuando apareció el "rusito", el soldado callado y obsecuente que estaba bajo las órdenes de "Ginebra". El mismo que desde los inicios se transformó en su asistente incondicional. Al verlo, le pregunté si le había tocado irse de baja; "nó, no me tocó" me respondió con cierta tristeza. Lo primero que se ocurrió fué decirle; "claro te quedas porque a "Ginebra" le gusta que le lustres las botas todos los días, le llenes el vaso a cada rato y le hagas los mandados para su señora". Repentínamente se produjo allí un silencio sepulcral. Todos dejaron de reir de golpe y miraron hacia arriba con cara de susto, porque asomado en la planta alta de la cantina estaba nada más y nada menos que el mismísimo "Ginebra", quien evidentemente había escuchado lo que le dije al "rusito" en una clara alusión a su persona. Veloz como un rayo, el suboficial bajó hasta donde yo me encontraba, tenía la cara roja de ira y sus ojos parecían salirse de las órbitas.
Al verlo frente a mí, quedé paralizado, pero su vozarrón estalló como un volcán furioso y me dijo; "soldado, sígame". Todo evidenciaba que "Ginebra" no quería testigos y su intención era alejarme lo más posible de mis compañeros. Lo seguí a un metro de distancia y llegamos por fin a un sector del campo donde había espinos. "Ginebra" se puso las dos manos en su cintura, respiró profundo y gritó; "salto de rana, correr a mi alrededor, cuerpo a tierra, arrastrarse, carrera march." Esto se prolongó durante varios minutos que parecieron durar una eternidad, porque realmente ya no daba más, estaba exhausto y tanto mis brazos como piernas se habían lastimado al tomar contacto con las espinas y piedras esparcidas sobre el suelo del terreno. Cuando finalizó el "baile", me puse en posición de firme, casi sin aliento. "Ginebra" parecía satisfecho con el ejercicio despiadado al que me había sometido. Solo me miró con desprecio y muy cerca de mi oído, me dijo en voz baja; "por bromista te vas a quedár seis meses más aquí adentro, y de "Ginebra" no te vas a olvidar nunca". Una semana después, casi cien alegres compañeros vestidos de civil y acompañados por la banda del comando, marchaban en una larga fila después de haber sido despedidos emotivamente por el general a cargo de la guarnición. Ví perderse a mis ex camaradas al salir de la guardia y me preparé resignadamente para pasar los próximos seis meses en el ejército.
sábado, 9 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado 2; Internado en el Hospital Militar.
El "loco" Rodriguez, en sus delirios quizás impulsados por los sedantes, un buen día dejó de emitir mientras dormía los insoportables sonidos de su moto. Debido al golpe que recibió en el choque, "el loco" Rodríguez fué dado de baja y tuvo la suerte de regresar a la vida civil. Yo en tanto, continuaba disfrutando de las comodidades que ofrecía el estar internado en el Hospital Militar durante ese crudo invierno. Todas las mañanas, una monja o una enfermera recorrían la sala e iban cama por cama preguntándonos como estábamos. Mi respuesta siempre era la misma; "aún me duele la herida". Mi camarada enfermero se ocupaba de cambiar regularmente el vendaje de utilería que cubría mi pierna derecha y esto era una especie de pasaporte que me permitía seguir allí, ya que tanto las enfermeras como el propio médico, solo se limitaban a mirar el vendaje, anotaban algo en un cuaderno y seguían con su rutina. Allí durante la mañana no había horario para despertarse, desayunar o ir al baño, mi mayor placer consistía en mirar hacia el exterior por las ventanas empañadas, donde podía apreciarse que afuera, la temperatura era extremadamente baja y allí adentro, la calefacción central que a través de radiadores alimentaba todo el sector donde estábamos alojados generaba un clima cálido que nos permitía desplazarnos apenas vestidos con una especie de pijama consistente en una casaca y un pantalón confeccionados con tela de color blanco. Durante las noches, yo acostumbraba subirme a una mesa y utilizando un jarro de aluminio a modo de micrófono, hacía un supuesto show radial donde participaban cantando o respondiendo preguntas, algunos de mis compañeros de internación. A los quince días de estar allí, comencé a pensar en la forma de fugarme, algo que no resultaría tan sencillo porque mi uniforme de soldado había quedado guardado en alguna parte de la guardia y mi única indumentaria era la ropa de cama y escapar con ese equipo encima era un verdadero riesgo, ya que para irse del hospital, la única salida era la guardia principal.
Gracias a la gestión de un compañero que me hizo el favor de ir a mi casa paterna a buscar mis prendas de civil que oculté cuidadosamente bajo el colchón de mi cama, una tarde puse en práctica mi primera fuga. Todos los días a eso de las 18 horas, la ambulancia del hospital conducida por su respectivo chofer, que era un soldado de mi confianza, era retirada del garage y se dirigía hacia la salida, regresando al día siguiente a las 7 de la mañana. Durante varios días me ocupé de observar el movimiento del vehículo y llegué a la conclusión que el compañero a cargo del mismo, estaba autorizado por su jefes para trasladarse con él y diariamente hasta su propio domicilio. Poco me costó convencer a ese chofer para que oculto debajo de la camilla ubicada en la parte trasera, me saque del Hospital cuando el se retiraba como de costumbre. Tal lo calculado, a ningún soldado conscripto ni a su superior asignados a la guardia principal se les ocurriría detener o inspeccionar a la ambulancia y así durante casi 30 días, logré irme en su interior vestido de civil ya que llevaba conmigo el pequeño bolso conteniendo mi ropa de ciudadano común. Ni bien salíamos del perímetro del cuartel, me quitaba las prendas del hospital y me vestía con un jean, camisa, sweter y campera, al llegar cerca del Teatro Municipal, mi compañero y chofer, detenía el vehículo para que yo descienda a solo 200 metros de mi casa paterna. Al día siguiente, lo esperaba en ese mismo sitio y ya vestido con las prendas de internación, regresaba a ocupar mi lugar como paciente del Hospital Militar.
Finalmente, durante una de las inspecciones a la sala, llegó el sargento ayudante que estaba a cargo de mi compañía seguido por una enfermera, lo ví caminar directamente hacia mi cama. Su rostro estaba tenso, me miró fijamente y me ordenó; "soldado, quítese el vendaje de la pierna". En ese instante rogué para que me trague la tierra, algo había sospechado este hombre, porque a medida que iba retirando con ayuda de la enfermera los muchos metros de gasas, quedó al descubierto mi engaño. No había en mi pierna ni una mísera marca, nada que justificara tanto tiempo de permanencia dentro del cálido y confortable edificio sanitario donde había pasado un invierno inolvidable y que lamentáblemente en ese momento, al ser descubierto, deberia obligadamente abandonar. Al salir del hospital y yá sin mi vendaje de mentira, el suboficial exaltado en extremo no paraba de gritarme; "¿así que estaba rengo soldado?, ahora voy a comprobar su estado físico; "atención, carrera marrrrrrrr, cuerpooooo a tierrrrra, correrrrrrr..."
viernes, 8 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado; cuando "el loco" Rodríguez y yó, nos estrellamos con su moto y fuímos a parar al Hospital Militar.
Bahía Blanca en aquellos años sesenta era una ciudad de inviernos insoportablemente fríos, recuerdo que estábamos en el mes de Julio, yo seguía cumpliendo mi Servicio Militar Obligatorio y después de haber jurado la bandera, había dejado de ser un recluta y el ejército me consideraba un verdadero soldado Al transcurrir los duros tres meses de instrucción inicial, la vida en el Comando se iba tornando más llevadera y los “colimbas”, íbamos habituándonos al régimen que allí imperaba. Ya conté en páginas anteriores que voluntariamente me había ofrecido a cumplir tareas en el denominado “Pelotón de Fajina”, éste era un grupo marginal donde iban a parar aquellos soldados supuestamente inservibles, muchachos que no sabían leer, ni conducir o andar a caballo. En síntesis, lo peor o descartable. Por esa razón, tomé la decisión de formar parte del miserable pelotón, ya que allí había pocas responsabilidades que cumplir y mi tarea específica consistía en barrer las hojas de los jardines circundantes, juntarlas y colocarlas en un carrito basurero de metal que tenía dos ruedas. Este trabajo lo llevaba a cabo durante una hora o menos y al terminar, me iba a descansar en el sótano de un edificio abandonado que en alguna oportunidad había servido como horno crematorio y estaba ubicado muy cerca de la morgue y el Hospital Militar.
Debido al escaso presupuesto que en ese tiempo tenía el ejército, nuestros jefes habían determinado que los soldados que éramos de Bahía, nos fuéramos a las seis de la tarde a nuestros hogares, para regresar al otro día a las siete de la mañana, ni un segundo más ni uno menos. Este era un importante y feliz beneficio, ya que podíamos ir a nuestra casa, bañarnos, afeitarnos, vestirnos de civil y salir a tomar un café al centro o ver a nuestra chica. Aquella mañana, las calles estaban cubiertas de escarcha, algo a lo que estábamos habituados. La capa de hielo que cubría todas las calles comenzaba a derretirse de a poco yá cerca del mediodía, el “crack” que producía el hielo cuando lo pisábamos era un sonido agradable y familiar propio de los inviernos bahienses, donde el frío se sentía muchísimo, principalmente en el rostro, las manos y los pies. Ese día, me había quedado dormido y estaba llegando tarde como para alcanzar el colectivo que me llevaría hasta las puertas mismas de las instalaciones del cuartel. A ese ómnibus lo llamábamos “el rojo”, ya que precisamente ese era el color del único transporte que conducía al alejado sector militar. Por escasos tres minutos, había perdido mi preciado colectivo y comencé a preocuparme porque llegar tarde para la formación e izamiento de la bandera, podría significar una sanción consistente en un arresto.
Comencé a caminar resignadamente por la Avenida Alem a la espera del próximo transporte, cuando en ese momento, escucho el sonido de una moto que pasa a mi lado como un rayo. Zigzagueando sobre la escarcha se detiene a pocos metros, era el “loco” Rodríguez, un querido y pintoresco compañero que me había visto y paró para llevarme. Rápidamente subo al asiento trasero de la moto y me aferro a la cintura del “loco” que sale a fondo por la avenida. Cruzaba las calles a una velocidad increíble sin disminuír la velocidad en ningún momento. “El loco” no pronunciaba palabra, lo único que se escuchaba era el fuerte sonido del motor que parecía estar exigido al máximo. Casi en segundos llegamos al Parque de Mayo, el mayor paseo y pulmón verde de Bahía, pasamos la arcada del acceso e ingresamos tan rápido, que en una parte, la moto del “loco”, dio un “coletazo” al resbalar sobre el pavimento escarchado.
“Aflojá loco, hay mucho hielo”. Recuerdo que le grité y él me respondió; “no te preocupes, la tengo dominada”. Faltarían unos cinco minutos para ingresar al cuartel, tiempo justo como para dejar la moto y correr a ubicarnos en la formación. Estábamos pasando por el centro del parque y al doblar en uno de los tramos, la moto se inclinó peligrosamente y uno de los pedales escarbó durante un trecho la escarcha del suelo. Aunque “el loco” pudo enderezar hábilmente su moto, mi pánico crecía y ni hablar de los latidos de mi corazón a punto de estallar. “Estámos cerca, ya falta poco, pensé”. Entramos en la recta final, ahora había acelerado mucho más y el ruido del motor aumentaba. De tantos viajes en colectivo, sabía que después de la recta, había una pequeña curva que desembocaba en la guardia del Comando. Calculé que “el loco” también sabía esto y disminuiría la marcha, pero algo salió mal y el vehículo pareció acelerarse solo e impulsado como un misil, pasó la curva de largo, superó una zanja de casi dos metros de ancho y se estrelló violentamente contra un grueso, sólido y añoso árbol.
Al impactar, sentí que volaba por los aires y caía furiosamente sobre la tierra. Tardé unos segundos en reaccionar, estaba tirado sobre la zanja que afortunadamente tenía muy poca agua. El dolor en mi pierna derecha era intenso e insoportable, no atinaba a mirarla, ya que supuse estaba destrozada. Giré la cabeza buscando a mi compañero y comencé a escuchar los gritos del “loco”, que estaba a unos tres metros, intentando ponerse de pié y tenía toda su cabeza ensangrentada. “Aguantá loco, le grité” y caminé hacia él para ayudarlo. Creo que lo primero que hice fue envolverle la cabeza lastimada con mi chaqueta, salimos de la zanja como pudimos y llegamos hasta la ruta asfaltada. “El loco” se había apoyado sobre mis hombros, estaba totalmente shockeado y la sangre seguía manando de su cabeza y estaba a punto de perder el conocimiento. Fue en ese instante, en que comencé a gritar para que nuestros compañeros de la guardia, vinieran a socorrernos, algo que felizmente sucedió.
Ni bien nos vió el suboficial de servicio, nos envió urgentemente al hospital, allí un médico y dos enfermeros soldados, nos atendieron rápidamente. Lo primero que hicieron fue ocuparse del “loco” ya que él estaba mucho más lastimado que yó, y mi pierna solo tenía una herida de escasa importancia. Aprovechando que me habían dejado en una camilla junto a uno de los enfermeros, le dije; “vendáme en forma exágerada, que parezca una lastimadura bien grave". De inmediato, llenó de vendas y gasas mi pierna derecha formando un importante bulto.
El capitán médico dio orden de que tanto “el loco” como yó, quedáramos allí internados en observación, y esta decisión la escuché como un milagro, ya que el Hospital Militar era el lugar ideal para instalarse, tener una buena y limpia cama, calefacción, abundantes desayunos, almuerzos, cenas y por sobre todas las cosas no hacer nada, absolutamente nada, solo estar tranquilo en la cama, en reposo, leyendo, escuchando radio y descansando todo el día.
Al “loco” Rodríguez le habían vendado tanto la cabeza que parecía una momia. Lo habían ubicado en una cama junto a la mía, por suerte el accidente no le había provocado consecuencias serias, aunque el golpe lo mantenía atontado y durante las noches cuando se dormía ayudado con alguna medicación, en lugar de roncar, reproducía con su boca los insoportables sonidos del motor de su moto; Brrrrrrr Brammmmmm....Roarrrrrrr.
Debido al escaso presupuesto que en ese tiempo tenía el ejército, nuestros jefes habían determinado que los soldados que éramos de Bahía, nos fuéramos a las seis de la tarde a nuestros hogares, para regresar al otro día a las siete de la mañana, ni un segundo más ni uno menos. Este era un importante y feliz beneficio, ya que podíamos ir a nuestra casa, bañarnos, afeitarnos, vestirnos de civil y salir a tomar un café al centro o ver a nuestra chica. Aquella mañana, las calles estaban cubiertas de escarcha, algo a lo que estábamos habituados. La capa de hielo que cubría todas las calles comenzaba a derretirse de a poco yá cerca del mediodía, el “crack” que producía el hielo cuando lo pisábamos era un sonido agradable y familiar propio de los inviernos bahienses, donde el frío se sentía muchísimo, principalmente en el rostro, las manos y los pies. Ese día, me había quedado dormido y estaba llegando tarde como para alcanzar el colectivo que me llevaría hasta las puertas mismas de las instalaciones del cuartel. A ese ómnibus lo llamábamos “el rojo”, ya que precisamente ese era el color del único transporte que conducía al alejado sector militar. Por escasos tres minutos, había perdido mi preciado colectivo y comencé a preocuparme porque llegar tarde para la formación e izamiento de la bandera, podría significar una sanción consistente en un arresto.
Comencé a caminar resignadamente por la Avenida Alem a la espera del próximo transporte, cuando en ese momento, escucho el sonido de una moto que pasa a mi lado como un rayo. Zigzagueando sobre la escarcha se detiene a pocos metros, era el “loco” Rodríguez, un querido y pintoresco compañero que me había visto y paró para llevarme. Rápidamente subo al asiento trasero de la moto y me aferro a la cintura del “loco” que sale a fondo por la avenida. Cruzaba las calles a una velocidad increíble sin disminuír la velocidad en ningún momento. “El loco” no pronunciaba palabra, lo único que se escuchaba era el fuerte sonido del motor que parecía estar exigido al máximo. Casi en segundos llegamos al Parque de Mayo, el mayor paseo y pulmón verde de Bahía, pasamos la arcada del acceso e ingresamos tan rápido, que en una parte, la moto del “loco”, dio un “coletazo” al resbalar sobre el pavimento escarchado.
“Aflojá loco, hay mucho hielo”. Recuerdo que le grité y él me respondió; “no te preocupes, la tengo dominada”. Faltarían unos cinco minutos para ingresar al cuartel, tiempo justo como para dejar la moto y correr a ubicarnos en la formación. Estábamos pasando por el centro del parque y al doblar en uno de los tramos, la moto se inclinó peligrosamente y uno de los pedales escarbó durante un trecho la escarcha del suelo. Aunque “el loco” pudo enderezar hábilmente su moto, mi pánico crecía y ni hablar de los latidos de mi corazón a punto de estallar. “Estámos cerca, ya falta poco, pensé”. Entramos en la recta final, ahora había acelerado mucho más y el ruido del motor aumentaba. De tantos viajes en colectivo, sabía que después de la recta, había una pequeña curva que desembocaba en la guardia del Comando. Calculé que “el loco” también sabía esto y disminuiría la marcha, pero algo salió mal y el vehículo pareció acelerarse solo e impulsado como un misil, pasó la curva de largo, superó una zanja de casi dos metros de ancho y se estrelló violentamente contra un grueso, sólido y añoso árbol.
Al impactar, sentí que volaba por los aires y caía furiosamente sobre la tierra. Tardé unos segundos en reaccionar, estaba tirado sobre la zanja que afortunadamente tenía muy poca agua. El dolor en mi pierna derecha era intenso e insoportable, no atinaba a mirarla, ya que supuse estaba destrozada. Giré la cabeza buscando a mi compañero y comencé a escuchar los gritos del “loco”, que estaba a unos tres metros, intentando ponerse de pié y tenía toda su cabeza ensangrentada. “Aguantá loco, le grité” y caminé hacia él para ayudarlo. Creo que lo primero que hice fue envolverle la cabeza lastimada con mi chaqueta, salimos de la zanja como pudimos y llegamos hasta la ruta asfaltada. “El loco” se había apoyado sobre mis hombros, estaba totalmente shockeado y la sangre seguía manando de su cabeza y estaba a punto de perder el conocimiento. Fue en ese instante, en que comencé a gritar para que nuestros compañeros de la guardia, vinieran a socorrernos, algo que felizmente sucedió.
Ni bien nos vió el suboficial de servicio, nos envió urgentemente al hospital, allí un médico y dos enfermeros soldados, nos atendieron rápidamente. Lo primero que hicieron fue ocuparse del “loco” ya que él estaba mucho más lastimado que yó, y mi pierna solo tenía una herida de escasa importancia. Aprovechando que me habían dejado en una camilla junto a uno de los enfermeros, le dije; “vendáme en forma exágerada, que parezca una lastimadura bien grave". De inmediato, llenó de vendas y gasas mi pierna derecha formando un importante bulto.
El capitán médico dio orden de que tanto “el loco” como yó, quedáramos allí internados en observación, y esta decisión la escuché como un milagro, ya que el Hospital Militar era el lugar ideal para instalarse, tener una buena y limpia cama, calefacción, abundantes desayunos, almuerzos, cenas y por sobre todas las cosas no hacer nada, absolutamente nada, solo estar tranquilo en la cama, en reposo, leyendo, escuchando radio y descansando todo el día.
Al “loco” Rodríguez le habían vendado tanto la cabeza que parecía una momia. Lo habían ubicado en una cama junto a la mía, por suerte el accidente no le había provocado consecuencias serias, aunque el golpe lo mantenía atontado y durante las noches cuando se dormía ayudado con alguna medicación, en lugar de roncar, reproducía con su boca los insoportables sonidos del motor de su moto; Brrrrrrr Brammmmmm....Roarrrrrrr.
lunes, 4 de mayo de 2009
Indalesio Peral, mi increíble compañero en la época del Servicio Militar Obligatorio
Como antes relaté en éstas páginas con aspectos de la historia de mi vida, el ya desaparecido Servicio Militar Obligatorio en la Argentina, era una verdadera pesadilla para quienes teníamos menos de 20 años, porque a esa edad, ya vislumbrábamos un futuro incierto tanto en el estudio, (que no era mi caso) o en algún trabajo medianamente bueno, porque ninguna empresa o comercio empleaba por este problema a menores de 20 años. Era inevitable que la patria nos convocara a cumplir con la llamada "Colimba" (Corre, Limpia, Barre). Con mucha suerte, de acuerdo al sorteo, podría correspondernos un año en el Ejército o Aeronáutica y con poca, dos años en la Marina. Todo dependía del temido sorteo que se realizaba a través de la Lotería Nacional. Finalmente, mi número fué el de Ejército y confieso que hice todo lo posible por "salvarme" de la milicia, aunque a pesar de los denodados y vanos esfuerzos, finalmente ingresé. En los comienzos de la llamada instrucción que duraba unos tres meses, los militares aplicaban toda su experiencia para que el recluta se sienta una verdadera mierda como ser humano y acate resignadamente todas las órdenes que se le impongan. A Indalesio Peral lo conocí al segundo día de estar en el cuartel y desde el primer instante en que hablé con él, me dí cuenta que él sería el único compañero que podría coincidir con mis locos y audaces desafíos dentro del estricto entorno militar, donde nuestros sueños de libertad y sentido del humor permanente, nos ayudarían a tomar distancia de la miserable situación por la que nos tocaba transitar. Lejos de quedarse en la mera protesta, Indalesio que se había criado en el campo, era huérfano de padre y madre y vivía con varias hermanas mujeres que no le escatimaban mimos y cariño. Extremadamente audaz y decidido, el y sus hermanas, todos los meses recibían una suma de dinero correspondiente al arrendamiento de algunas hectáreas que su familia poseía en una zona agropecuaria cercana a Bahía. En esos fatales 90 días de la instrucción, los futuros soldados debíamos permanecer en el cuartel, correr y saltar todo el tiempo, comer basura y levantarnos todos los días a las 6 de la mañana. Lo peor era estar condenados al encierro por casi tres meses y no poder salir a la "civilización", al menos por unas pocas horas a visitar a nuestras novias o regresar a casa, aunque sea por un rato. Indalesio y yó, tomamos la determinación de empezar a fugarnos después de la cena y antes de las 22 horas. Previamente habíamos estudiado el perímetro que rodeaba el edificio donde estábamos alojados los 200 futuros soldados y descubrimos que la vigilancia era mínima. No había reflectores y la vía de escape que elegimos fué a través de una alambrada cercana a la ruta asfáltica que conducía a la ciudad y que rodeaba el gran campo de deportes perteneciente al comando al que estábamos asignados. Para llegar hasta esa alambrada debíamos caminar más de 300 metros en medio de la oscuridad y procurar que nadie nos descubra. Afortunadamente, el cerco de alambre estaba roto en una de sus partes, aunque era difícil darse cuenta, y era muy posible que alguien lo haya cortado prolija y oportunamente con nuestras mismas intenciones en alguna ocasión con una tijera especial. La abertura era similar a la de una pequeña puerta, ya que podía abrirse y cerrarse con facilidad y era un sitio ideal para salir desde allí hacia una pequeña zanja que servía como desague. Desde esa excavación solo restaba cruzar a través de un sector de tierra cubierto de arbustos y llegar tranquilamente a la ruta donde a unos metros y casi en la esquina de calle Florida, no resultaría difícil ubicarnos en la parada del único colectivo urbano que recorría el lugar, simular ser soldados de franco, hacerle una seña y ascender al mismo para que nos transporte hacia el centro de la ciudad. Estas fugas las llevamos a cabo y exitosamente en varias oportunidades, al punto que tomamos esta forma de salida furtiva como una divertida y arriesgada costumbre. La retirada la hacíamos vestidos de soldados y luego de tomar el último omnibus de la medianoche, descendíamos en la parada de Alem y Sarmiento, desde allí íbamos directamente a mi casa paterna donde después de un buen baño, cenábamos algo que preparaba mi madre Elcira, nos cambiábamos de ropa y salíamos a ver a nuestras respectivas noviecitas de entonces. La premisa para que en el cuartel no nos descubran era llegar a tiempo y estar presentes en el preciso momento en que a las seis de la mañana el sargento ayudante Rinaldi pasaba lista ante la antenta mirada del teniente primero y el capitán. Esta circunstancia nos obligaba a quitarnos rápidamente la ropa de civiles y ponernos el uniforme militar para retornar antes de las cinco de la mañana, ingresar nuevamente por la abertura del alambrado, llegar hasta el barracón o cuadra donde dormíamos y acostarnos en nuestras respectivas literas. Un sábado a la noche, Indalesio me hace saber que había cobrado una considerable cantidad de dinero por el alquiler del campo y quería que ésta vez, salgamos a festejar con chicas de la noche. En el acto, armamos un plan para escaparnos nuevamente, estar un rato con las respectivas novias y encontrarnos más tarde en un cabaret céntrico.
Tal lo convenido a eso de las dos de la madrugada, nos metimos en "Bohemia" un cabaret con show que quedaba en calle San Martín.
Allí tomamos contacto con dos mimosas y sensuales alternadoras, con ellas nos instalamos cómodamente en unos amplios sillones ubicados en un sector privado del negocio. Las chicas no nos escatimaban besos y caricias, el calor que generaban más la fuerza de nuestra juventud y el hecho de sentirnos felices por la arriesgada libertad temporal que habíamos logrado, nos tornaban imparables. A Indalesio se le antojó beber whisky y pidió una botella cuyo contenido fuimos consumiendo sin darnos cuenta. Las copas de "champagne" de nuestras ocasionales acompañantes se iban multiplicando como si estar con esas dos profesionales del placer fuera algo comparable al reloj de un taxímetro. Inevitablemente, a causa del alcohol, nos fuímos poniendo eufóricos y alegres, hasta que al rato nos asaltó una sensación de sueño mezclado con mareo. Estoy seguro que Indalesio y yó nos quedamos dormidos como dos pelotudos inmaduros y sin cultura alcohólica. Recuerdo vagamente que alguien nos estaba despertando de la pesada borrachera en la que habíamos caído. Lo primero que ví fué la figura de un morocho grandote con cara de pocos amigos, este tipo que también oficiaba de custodio del lugar, nos exigía que paguemos todo lo consumido mientras que al mismo tiempo, con su vozarrón nos decía; "arriba pibes, paguen y vayansé, el local ya está cerrado". Indalesio reaccionó como si le hubieran metido un cohete en el culo y empezó a gritar desaforado, mientras casi sin poder mantenerse en pié, le tiraba piñas al morocho que felizmente no impactaron sobre el gigante. "hijos de puta, nos durmieron para afanarnos, ¿donde se fueron las minas que estaban con nosotros?", repetía una y otra vez. Ante esta situación se acercaron dos empleados más que amenazaban con llamar a la policía, algo que no nos convenía en absoluto. Por fin, Indalesio ya más calmado, no tuvo otra alternativa que pagar resignadamente la abultada cuenta y bastante mareados salimos del lugar. El aire de la calle nos despabiló de golpe, porque los dos miramos nuestros relojes al mismo tiempo y nos dimos cuenta que ya eran las seis de la mañana.
"Cagamos Indalesio, ni en pedo llegamos a la formación", le dije. Indalesio seguía puteando, le daba patadas a los recipientes de basura y me preguntaba; "¿y ahora, que mierda hacemos Pipo?".
"Tengo la solución", le respondí con bastante seguridad, mientras le contaba mi improvisado plan; "vayamos a un teléfono público, yo hablo desde allí con voz de mujer, hablo con el suboficial de guardia y le digo que soy una familiar tuya que llama para decir que tu tía más querida, la que te crió desde que eras un niño, murió hace unas horas. También le pido que te avisen de esta desgracia".
Indalesio me miraba sin entender nada, y sin dudar un segundo, entro a una cabina telefónica que estaba instalada en el interior del Sanatorio del Sur en calle Las heras. Poniéndo un pañuelo doblado en el auricular, llamo a la guardia y pido por el encargado, ni bién éste me atiede, repito el texto inventado que le había anticipado a mi compañero. El suboficial de guardia que me atendió cayó en la trampa, ya que muy convencido me decía; "si señora, lo siento mucho, no se preocupe, le comunicaré esta lamentáble noticia al soldado Indalesio Peral, le acompaño el sentimiento".
Indalesio seguía sin entender lo que yo estaba tramando y lo que lograríamos con esa insólita llamada a la guardia del cuartel. "Mirá, ya avisamos que tu tía se murió, ahora lo mejor que podemos hacer es ir a dormir a mi casa, porque estamos hechos mierda y ya es tarde para presentarnos en el cuartel, porque si llegamos a entrar en estas condiciones nos meten en el calabozo de inmediato, así que vayamos a descansar. A la tarde se me ocurrirá algo más", le dije.
Después de dormir hasta las 15 horas de ese día Domingo, comimos algo y busqué en mi archivo de imágenes fotográficas una cara en primer plano de alguna señora mayor. La recorté y le dije a Indalesio que me acompañe hasta la redacción del desaparecido diario "El Atlántico". Caminamos hasta la calle Alsina al 200 y allí nos atiende un empleado muy amable al que conocía de vista, le expliqué que queríamos publicar un aviso fúnebre para que aparezca en la edición de esa misma tarde. El hombre lo redactó de acuerdo a un texto manuscrito que yo había hecho de antemano y donde figuraban como deudos todos los integrantes de la familia de Indalesio. Como broche de oro de este aviso fraguado aparecería la imágen de la mujer del archivo que figuraría como la "finada".
Ambos suponíamos que cuando apareciera el vespertino, con ejemplares del mismo en la mano, nos presentaríamos al día siguiente en el cuartel con esas pruebas impresas e irrefutables donde se aunciaba el "fallecimiento" de la tía de mi camarada. Considerábamos que ante esto nos creerían, nos dirían ; "lo sentimos mucho" y desde allí nos enviarían sin problemas al edificio donde estaba asignada nuestra compañía de Comando y Servicio.
El lunes, llegamos poco antes de las seis, el sargento ayudante Rinaldi encargado de la compañía, comenzó a pasar lista, pero previamente nos separó a mí y a Indalesio de la fila. Ni bien terminó, lo vimos venir rápidamente y con cara de furia hacia nosotros, lo único que atinó a hacer Indalesio fué alcanzarle uno de los dos o tres diarios que llevaba encima. Sin decir palabra alguna, el sargento ayudante lo dobló armando una especie de machete de papel y de inmediato comenzó a aplicar una sucesión de golpes sobre la cabeza de mi atemorizado compañero.
Con el diario hecho trizas en su mano derecha y respirando agitadadamente, el suboficial clavó su mirada de odio en cada uno de nosotros, mientras en voz baja repetía "¿a quien meto en el calabozo, a quien meto...?".
Su cabeza seguía moviéndose como si estuviera haciendo un "Ta-te-tí" mental y de pronto se detuvo en la humanidad de Indalesio quien había perdido su gorra de soldado y tenía la cara roja a causa de los golpes de diario propinados por nuestro superior.
A los pocos minutos gritó; "el soldado Peral vá castigado al calabozo por diez días. Llévenlo ahora". Mientras caminaba resignadamente hacia el temido "agujero" cutodiado por dos soldados, Indalesio gira su cabeza, me mira unos segundos e irónicamente me dice; "Pipo...Vos y tus ideas de mierda. No te olvides de traerme puchos".
Tal lo convenido a eso de las dos de la madrugada, nos metimos en "Bohemia" un cabaret con show que quedaba en calle San Martín.
Allí tomamos contacto con dos mimosas y sensuales alternadoras, con ellas nos instalamos cómodamente en unos amplios sillones ubicados en un sector privado del negocio. Las chicas no nos escatimaban besos y caricias, el calor que generaban más la fuerza de nuestra juventud y el hecho de sentirnos felices por la arriesgada libertad temporal que habíamos logrado, nos tornaban imparables. A Indalesio se le antojó beber whisky y pidió una botella cuyo contenido fuimos consumiendo sin darnos cuenta. Las copas de "champagne" de nuestras ocasionales acompañantes se iban multiplicando como si estar con esas dos profesionales del placer fuera algo comparable al reloj de un taxímetro. Inevitablemente, a causa del alcohol, nos fuímos poniendo eufóricos y alegres, hasta que al rato nos asaltó una sensación de sueño mezclado con mareo. Estoy seguro que Indalesio y yó nos quedamos dormidos como dos pelotudos inmaduros y sin cultura alcohólica. Recuerdo vagamente que alguien nos estaba despertando de la pesada borrachera en la que habíamos caído. Lo primero que ví fué la figura de un morocho grandote con cara de pocos amigos, este tipo que también oficiaba de custodio del lugar, nos exigía que paguemos todo lo consumido mientras que al mismo tiempo, con su vozarrón nos decía; "arriba pibes, paguen y vayansé, el local ya está cerrado". Indalesio reaccionó como si le hubieran metido un cohete en el culo y empezó a gritar desaforado, mientras casi sin poder mantenerse en pié, le tiraba piñas al morocho que felizmente no impactaron sobre el gigante. "hijos de puta, nos durmieron para afanarnos, ¿donde se fueron las minas que estaban con nosotros?", repetía una y otra vez. Ante esta situación se acercaron dos empleados más que amenazaban con llamar a la policía, algo que no nos convenía en absoluto. Por fin, Indalesio ya más calmado, no tuvo otra alternativa que pagar resignadamente la abultada cuenta y bastante mareados salimos del lugar. El aire de la calle nos despabiló de golpe, porque los dos miramos nuestros relojes al mismo tiempo y nos dimos cuenta que ya eran las seis de la mañana.
"Cagamos Indalesio, ni en pedo llegamos a la formación", le dije. Indalesio seguía puteando, le daba patadas a los recipientes de basura y me preguntaba; "¿y ahora, que mierda hacemos Pipo?".
"Tengo la solución", le respondí con bastante seguridad, mientras le contaba mi improvisado plan; "vayamos a un teléfono público, yo hablo desde allí con voz de mujer, hablo con el suboficial de guardia y le digo que soy una familiar tuya que llama para decir que tu tía más querida, la que te crió desde que eras un niño, murió hace unas horas. También le pido que te avisen de esta desgracia".
Indalesio me miraba sin entender nada, y sin dudar un segundo, entro a una cabina telefónica que estaba instalada en el interior del Sanatorio del Sur en calle Las heras. Poniéndo un pañuelo doblado en el auricular, llamo a la guardia y pido por el encargado, ni bién éste me atiede, repito el texto inventado que le había anticipado a mi compañero. El suboficial de guardia que me atendió cayó en la trampa, ya que muy convencido me decía; "si señora, lo siento mucho, no se preocupe, le comunicaré esta lamentáble noticia al soldado Indalesio Peral, le acompaño el sentimiento".
Indalesio seguía sin entender lo que yo estaba tramando y lo que lograríamos con esa insólita llamada a la guardia del cuartel. "Mirá, ya avisamos que tu tía se murió, ahora lo mejor que podemos hacer es ir a dormir a mi casa, porque estamos hechos mierda y ya es tarde para presentarnos en el cuartel, porque si llegamos a entrar en estas condiciones nos meten en el calabozo de inmediato, así que vayamos a descansar. A la tarde se me ocurrirá algo más", le dije.
Después de dormir hasta las 15 horas de ese día Domingo, comimos algo y busqué en mi archivo de imágenes fotográficas una cara en primer plano de alguna señora mayor. La recorté y le dije a Indalesio que me acompañe hasta la redacción del desaparecido diario "El Atlántico". Caminamos hasta la calle Alsina al 200 y allí nos atiende un empleado muy amable al que conocía de vista, le expliqué que queríamos publicar un aviso fúnebre para que aparezca en la edición de esa misma tarde. El hombre lo redactó de acuerdo a un texto manuscrito que yo había hecho de antemano y donde figuraban como deudos todos los integrantes de la familia de Indalesio. Como broche de oro de este aviso fraguado aparecería la imágen de la mujer del archivo que figuraría como la "finada".
Ambos suponíamos que cuando apareciera el vespertino, con ejemplares del mismo en la mano, nos presentaríamos al día siguiente en el cuartel con esas pruebas impresas e irrefutables donde se aunciaba el "fallecimiento" de la tía de mi camarada. Considerábamos que ante esto nos creerían, nos dirían ; "lo sentimos mucho" y desde allí nos enviarían sin problemas al edificio donde estaba asignada nuestra compañía de Comando y Servicio.
El lunes, llegamos poco antes de las seis, el sargento ayudante Rinaldi encargado de la compañía, comenzó a pasar lista, pero previamente nos separó a mí y a Indalesio de la fila. Ni bien terminó, lo vimos venir rápidamente y con cara de furia hacia nosotros, lo único que atinó a hacer Indalesio fué alcanzarle uno de los dos o tres diarios que llevaba encima. Sin decir palabra alguna, el sargento ayudante lo dobló armando una especie de machete de papel y de inmediato comenzó a aplicar una sucesión de golpes sobre la cabeza de mi atemorizado compañero.
Con el diario hecho trizas en su mano derecha y respirando agitadadamente, el suboficial clavó su mirada de odio en cada uno de nosotros, mientras en voz baja repetía "¿a quien meto en el calabozo, a quien meto...?".
Su cabeza seguía moviéndose como si estuviera haciendo un "Ta-te-tí" mental y de pronto se detuvo en la humanidad de Indalesio quien había perdido su gorra de soldado y tenía la cara roja a causa de los golpes de diario propinados por nuestro superior.
A los pocos minutos gritó; "el soldado Peral vá castigado al calabozo por diez días. Llévenlo ahora". Mientras caminaba resignadamente hacia el temido "agujero" cutodiado por dos soldados, Indalesio gira su cabeza, me mira unos segundos e irónicamente me dice; "Pipo...Vos y tus ideas de mierda. No te olvides de traerme puchos".
domingo, 3 de mayo de 2009
AQUELLAS MAGICAS NOCHES DE CABARET
En la época dorada de los años sesenta y setenta, Bahía supo contar con una extensa lista de lugares y personajes inolvidables que de alguna manera fueron los emprendedores responsables del manejo de los muchos cabarets y whiskerías de la ciudad. Había para elegir, ya que durante casi todos los días de la semana las noches se iluminaban a pleno con las coloridas luces de los diferentes sitios de diversión nocturna. Posiblemente quién fuera pionero en este tipo de negocios, fué un señor llamado “Cacho” Vera, propietario del cabaret “Odeón” que quedaba en calle Donado al 100 y fué el primer local de este tipo que visité a mis flamantes catorce años de edad, con una gran mezcla de temor y curiosidad. Allí en medio de la intensa penumbra, el humo de los cigarrillos y las risas de los muchos concurrentes masculinos asistí por fín al tan comentado show del streep tease del que tanto se hablaba en el colegio. Me acuerdo que la mujer que lo realizaba era una esbelta y escultural rubia teñida que acompañada por un grupo musical , se iba quitando la ropa con mucho estilo y sensualidad hasta quedar sola en el escenario con un minúsculo corpiño donde sus abundantes y firmes senos parecían estallar y una pequeña tanga que con ayuda del efecto de luces destacaba su generoso trasero. Aquella audaz mujer semidesnuda, además de haberme excitado sobremanera, me despertó un fuerte interés por seguir asistiendo a esos misteriosos “antros del pecado”.
Como no tenía aún un trabajo estable y era menor de edad el acceso a los cabarets me resultaba muy difícil, ya que una de las principales exigencias para ingresar, era contar con dinero suficiente como para pagar las copas de las exuberantes y provocativas señoritas que se acercaban ni bien uno traspasaba la puerta de entrada. “Flamingo” se llamaba otro popular establecimiento nocturno ubicado en calle Brown casi Fitz Roy y en ese local, que era bastante más pequeño que el legendario “Odeón” , quedé impactado por el estilo de una bella mujer que bailaba al ritmo de una movediza rumba. Impactado por los atributos de la bailarina, me quedé a ver el segundo show, en esa ocasión estaba solo y esperé hasta el final para tratar de hablar y con ella e intentar convencerla de salir juntos. Aquella mujer tendría por entonces unos 28 años, una edad justa, donde en esa época la madurez llegaba mucho antes. Ante mi insistencia, con mucha sutileza me dió a entender que yo aún era un pibe y seguramente no tenía la plata suficiente como para pagar lo que ella costaba. Me acarició con ternura, me dió un ligero beso en la boca y al despedirse me dijo; "sos muy simpático, seguí insistiendo, otra vez será". Por alguna extraña razón en mis juveniles años venideros donde ya contaba con un trabajo medianamente estable los cabarets y whiskerías dejaron de ser mi obsesión, posiblemente porque mis conquistas femeninas se producían conociendo chicas en la calle y mal no me iba. El destino quiso que a mis 23 años, y ya trabajando como creativo publicitario de Idea Publicidad y conductor de programas musicales en LU2 Radio Bahía Blanca, tuve un generoso ofrecimiento por parte del señor Santín quien estaba a punto de inaugurar en calle Soler el mítico cabaret “Diábolo”, donde me propuso oficiar como presentador de los shows. "Diábolo", fué una verdadera revolución de aquellos años porque además de su ubicación estratégica y la cálida decoración, también tenía la atracción de un escenario móvil que se elevaba desde la pista bailable mediante un perfecto e ingenioso sistema hidráulico. Santín era un hombre de pocas palabras y supo manejar su negocio con la habilidad propia de un empresario serio, innovador y responsable. Por “Diábolo”, desfilaron mujeres que además de ser auténticas profesionales del arte de desvestirse de a poco y bailar casi como Dios las puso en el mundo, eran realmente bellas y sensuales. Tiempos de cuerpos naturales donde los pechos, traseros y rostros eran genuinos, naturales y no necesitaban de la cirugía plástica. El plantel femenino de “Diábolo” se renovaba cada 30 días y la mayoría de las mujeres que hacían sus números artísticos provenían de Capital Federal donde durante el resto del año solían trabajar en prestigiosos cabarets como Karim y Karina entre otros. Estas chicas solo eran contratadas para hacer su rutina, que casi siempre consistía en un show erótico y al finalizar el mismo, se dirigían a sus camarines, donde rápidamente se cambiaban de ropa y al rato, ligeramente vestidas, generalmente con provocativas minifaldas iban hacia la sala donde se dedicaban al arte de alternar con los asistentes, ganando con esta tarea de seducción un importante porcentaje por cada una de las copas a las que eran invitadas por aquellos ansiosos clientes que se les acercaban con la finalidad de convencerlas de salir con ellos al cierre del negocio.
El hecho de haber sido el animador que tuvo el privilegio de inaugurar “Diábolo”, me dio la posibilidad de conocer muy de cerca a varias de aquellas mujeres de la noche que además de poseer elegancia y anatomías fuera de serie, en su interior eran maravillosos seres humanos. Sensibles, simples y muy sinceras a la hora de entregarse a un hombre en cuerpo y alma a un hombre querido. Por la nutrida programación semanal de "Diábolo", brillaron intensamente los cantantes de tango más famosos de Argentina, era un verdadero deleite presentar a figuras de la talla de Alfredo Belussi, el "negro" Ayala, Jorge Falcón, el "Polaco" Goyeneche, Edmundo Rivero y tantos otros. Mi condición de ser un integrante más de la casa, me permitía descubrir de cerca e íntimamente cada uno de los secretos del cabaret. En los intervalos, las chicas me invitaban a tomar mate con ellas y allí las iba conociendo casi en profundidad por la confianza que me brindaban. Recuerdo que varios e importantes empresarios bahienses acostumbraban concurrir allí casi todas las noches, dejando considerables sumas de dinero por las muchas copas de champagne que consumían las chicas que alternaban con ellos. En aquellas confesiones de entrecasa, las "cabareteras" solían contar muchas anécdotas de lo que ocurría en la sala cuando se encontraban junto a estos hombres de negocios que con mucho whisky encima llegaban a prometerles desde dejar a sus esposas e hijos para casarse con ellas y disfrutar juntos de una vida plena de placeres, lujos, viajes, etc u ofrecerles una considerable mensualidad a cambio de convertirse en sus amantes exclusivas y dejar el cabaret. Era casi normal que los días viernes, llegaran ramos de rosas rojas acompañados por alguna joya o perfumes caros destinados a diferentes mujeres que se encontraban en "Diábolo". Para la mayoría de ellas, salir a trabajar al interior, significaba ganar fácilmente y en solo treinta días, una considerable cantidad de plata que difícilmente obtendrían en los establecimientos nocturnos de Capital. En Bahía, ellas sabían muy bien como cotizar al máximo sus encantos y manejaban a la perfección la técnica de hacerse desear. Por suerte, las “chicas de la noche”, tenían muy en claro que no podían perder tiempo, porque ese trabajo tenía un límite y tarde o temprano, ya sea por el paso de los años, el desgaste que provoca la noche o el hartazgo, obligadamente tendrían que dejar esa actividad antes de convertirse en viejas chotas e indignas.
La mayoría de estas mujeres no habían llegado aún a los 30 años de edad y un ochenta por ciento de ellas, ya había logrado ganar lo suficiente como para tener su propio departamento y ahorros en algún banco. Querían asegurarse el futuro de alguna manera y confesaban que ciertas actitudes de algunos hombres les producían asco, porque solo les interesaba tener sexo con ellas y pagaban lo que sea por tenerlas desnudas y a su entera disposición en una cama para dar rienda suelta a los más oscuros instintos reprimidos. Aunque se dejaban comprar por un rato, también simulaban sentir placer cuando les tocaba hacer el amor con el pudiente caballero de turno que las había elegido. Si bien sus presencias cautivantes las mostraba vestidas y maquilladas como sexys o mujeres fatales, detrás de las sonrisas que siempre estaban incorporadas a sus rostros, las “cabareteras” en su fondo no eran lo que acostumbraban representar. Contrariamente, ya fuera de escena, solían ser introvertidas, melancólicas y necesitadas de amor y cariño verdaderos, porque si había alguna intención de conquistarlas solo bastaba una sencilla flor, alguna frase cargada de sentimiento y tratarlas con el máximo de respeto. En sus temporales estadías en Bahía, les encantaba tener lo que llamaban "un marido" o novio temporal que simplemente las quiera, alguien con quién compartir además de una cama, una cena, un paseo o ir a bailar en sus días libres. Siempre la sociedad hipócrita y pacata ha calificado a las “cabareteras” de prostitutas, cuando en muchas ocasiones, tuve la posibilidad de comprobar que en ciertos círculos de alto nivel hay muchísimo más vicio, prostitución, engaños, mezquindad y mentiras que en el ámbito de las “chicas de la noche”. Quizás porque en la actividad más vieja del mundo, la actitud de las “cabareteras” era frontal, directa y sin vueltas.
Tacos altos tipo "aguja", exóticas medias de red, lencería fina, perfumes caros, pestañas postizas, pelucas, ojos delineados como pinturas de guerra para "matar", minifaldas diminutas, labios rojos, manos suaves, palabras ardientes, maxifaldas con aberturas insinuantes, cigarrillos Benson & Hedges, andar de gacelas, desenfado, risas ensayadas, imágenes mágicas que cada noche se ponían en movimiento y simultáneamente en cada uno de esos ámbitos que de a poco se fue esfumando en el tiempo para perpetuarse en el recuerdo imborrable de las pasiones humanas.
Guardo muy buenos recuerdos de los muchos momentos que viví, disfruté y compartí durante aquellos años donde tuve mi breve paso por los inolvidables cabarets de aquella Bahía que alguna vez supo ser feliz y aventurera.
Como no tenía aún un trabajo estable y era menor de edad el acceso a los cabarets me resultaba muy difícil, ya que una de las principales exigencias para ingresar, era contar con dinero suficiente como para pagar las copas de las exuberantes y provocativas señoritas que se acercaban ni bien uno traspasaba la puerta de entrada. “Flamingo” se llamaba otro popular establecimiento nocturno ubicado en calle Brown casi Fitz Roy y en ese local, que era bastante más pequeño que el legendario “Odeón” , quedé impactado por el estilo de una bella mujer que bailaba al ritmo de una movediza rumba. Impactado por los atributos de la bailarina, me quedé a ver el segundo show, en esa ocasión estaba solo y esperé hasta el final para tratar de hablar y con ella e intentar convencerla de salir juntos. Aquella mujer tendría por entonces unos 28 años, una edad justa, donde en esa época la madurez llegaba mucho antes. Ante mi insistencia, con mucha sutileza me dió a entender que yo aún era un pibe y seguramente no tenía la plata suficiente como para pagar lo que ella costaba. Me acarició con ternura, me dió un ligero beso en la boca y al despedirse me dijo; "sos muy simpático, seguí insistiendo, otra vez será". Por alguna extraña razón en mis juveniles años venideros donde ya contaba con un trabajo medianamente estable los cabarets y whiskerías dejaron de ser mi obsesión, posiblemente porque mis conquistas femeninas se producían conociendo chicas en la calle y mal no me iba. El destino quiso que a mis 23 años, y ya trabajando como creativo publicitario de Idea Publicidad y conductor de programas musicales en LU2 Radio Bahía Blanca, tuve un generoso ofrecimiento por parte del señor Santín quien estaba a punto de inaugurar en calle Soler el mítico cabaret “Diábolo”, donde me propuso oficiar como presentador de los shows. "Diábolo", fué una verdadera revolución de aquellos años porque además de su ubicación estratégica y la cálida decoración, también tenía la atracción de un escenario móvil que se elevaba desde la pista bailable mediante un perfecto e ingenioso sistema hidráulico. Santín era un hombre de pocas palabras y supo manejar su negocio con la habilidad propia de un empresario serio, innovador y responsable. Por “Diábolo”, desfilaron mujeres que además de ser auténticas profesionales del arte de desvestirse de a poco y bailar casi como Dios las puso en el mundo, eran realmente bellas y sensuales. Tiempos de cuerpos naturales donde los pechos, traseros y rostros eran genuinos, naturales y no necesitaban de la cirugía plástica. El plantel femenino de “Diábolo” se renovaba cada 30 días y la mayoría de las mujeres que hacían sus números artísticos provenían de Capital Federal donde durante el resto del año solían trabajar en prestigiosos cabarets como Karim y Karina entre otros. Estas chicas solo eran contratadas para hacer su rutina, que casi siempre consistía en un show erótico y al finalizar el mismo, se dirigían a sus camarines, donde rápidamente se cambiaban de ropa y al rato, ligeramente vestidas, generalmente con provocativas minifaldas iban hacia la sala donde se dedicaban al arte de alternar con los asistentes, ganando con esta tarea de seducción un importante porcentaje por cada una de las copas a las que eran invitadas por aquellos ansiosos clientes que se les acercaban con la finalidad de convencerlas de salir con ellos al cierre del negocio.
El hecho de haber sido el animador que tuvo el privilegio de inaugurar “Diábolo”, me dio la posibilidad de conocer muy de cerca a varias de aquellas mujeres de la noche que además de poseer elegancia y anatomías fuera de serie, en su interior eran maravillosos seres humanos. Sensibles, simples y muy sinceras a la hora de entregarse a un hombre en cuerpo y alma a un hombre querido. Por la nutrida programación semanal de "Diábolo", brillaron intensamente los cantantes de tango más famosos de Argentina, era un verdadero deleite presentar a figuras de la talla de Alfredo Belussi, el "negro" Ayala, Jorge Falcón, el "Polaco" Goyeneche, Edmundo Rivero y tantos otros. Mi condición de ser un integrante más de la casa, me permitía descubrir de cerca e íntimamente cada uno de los secretos del cabaret. En los intervalos, las chicas me invitaban a tomar mate con ellas y allí las iba conociendo casi en profundidad por la confianza que me brindaban. Recuerdo que varios e importantes empresarios bahienses acostumbraban concurrir allí casi todas las noches, dejando considerables sumas de dinero por las muchas copas de champagne que consumían las chicas que alternaban con ellos. En aquellas confesiones de entrecasa, las "cabareteras" solían contar muchas anécdotas de lo que ocurría en la sala cuando se encontraban junto a estos hombres de negocios que con mucho whisky encima llegaban a prometerles desde dejar a sus esposas e hijos para casarse con ellas y disfrutar juntos de una vida plena de placeres, lujos, viajes, etc u ofrecerles una considerable mensualidad a cambio de convertirse en sus amantes exclusivas y dejar el cabaret. Era casi normal que los días viernes, llegaran ramos de rosas rojas acompañados por alguna joya o perfumes caros destinados a diferentes mujeres que se encontraban en "Diábolo". Para la mayoría de ellas, salir a trabajar al interior, significaba ganar fácilmente y en solo treinta días, una considerable cantidad de plata que difícilmente obtendrían en los establecimientos nocturnos de Capital. En Bahía, ellas sabían muy bien como cotizar al máximo sus encantos y manejaban a la perfección la técnica de hacerse desear. Por suerte, las “chicas de la noche”, tenían muy en claro que no podían perder tiempo, porque ese trabajo tenía un límite y tarde o temprano, ya sea por el paso de los años, el desgaste que provoca la noche o el hartazgo, obligadamente tendrían que dejar esa actividad antes de convertirse en viejas chotas e indignas.
La mayoría de estas mujeres no habían llegado aún a los 30 años de edad y un ochenta por ciento de ellas, ya había logrado ganar lo suficiente como para tener su propio departamento y ahorros en algún banco. Querían asegurarse el futuro de alguna manera y confesaban que ciertas actitudes de algunos hombres les producían asco, porque solo les interesaba tener sexo con ellas y pagaban lo que sea por tenerlas desnudas y a su entera disposición en una cama para dar rienda suelta a los más oscuros instintos reprimidos. Aunque se dejaban comprar por un rato, también simulaban sentir placer cuando les tocaba hacer el amor con el pudiente caballero de turno que las había elegido. Si bien sus presencias cautivantes las mostraba vestidas y maquilladas como sexys o mujeres fatales, detrás de las sonrisas que siempre estaban incorporadas a sus rostros, las “cabareteras” en su fondo no eran lo que acostumbraban representar. Contrariamente, ya fuera de escena, solían ser introvertidas, melancólicas y necesitadas de amor y cariño verdaderos, porque si había alguna intención de conquistarlas solo bastaba una sencilla flor, alguna frase cargada de sentimiento y tratarlas con el máximo de respeto. En sus temporales estadías en Bahía, les encantaba tener lo que llamaban "un marido" o novio temporal que simplemente las quiera, alguien con quién compartir además de una cama, una cena, un paseo o ir a bailar en sus días libres. Siempre la sociedad hipócrita y pacata ha calificado a las “cabareteras” de prostitutas, cuando en muchas ocasiones, tuve la posibilidad de comprobar que en ciertos círculos de alto nivel hay muchísimo más vicio, prostitución, engaños, mezquindad y mentiras que en el ámbito de las “chicas de la noche”. Quizás porque en la actividad más vieja del mundo, la actitud de las “cabareteras” era frontal, directa y sin vueltas.
Tacos altos tipo "aguja", exóticas medias de red, lencería fina, perfumes caros, pestañas postizas, pelucas, ojos delineados como pinturas de guerra para "matar", minifaldas diminutas, labios rojos, manos suaves, palabras ardientes, maxifaldas con aberturas insinuantes, cigarrillos Benson & Hedges, andar de gacelas, desenfado, risas ensayadas, imágenes mágicas que cada noche se ponían en movimiento y simultáneamente en cada uno de esos ámbitos que de a poco se fue esfumando en el tiempo para perpetuarse en el recuerdo imborrable de las pasiones humanas.
Guardo muy buenos recuerdos de los muchos momentos que viví, disfruté y compartí durante aquellos años donde tuve mi breve paso por los inolvidables cabarets de aquella Bahía que alguna vez supo ser feliz y aventurera.
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