lunes, 4 de mayo de 2009

Indalesio Peral, mi increíble compañero en la época del Servicio Militar Obligatorio

Como antes relaté en éstas páginas con aspectos de la historia de mi vida, el ya desaparecido Servicio Militar Obligatorio en la Argentina, era una verdadera pesadilla para quienes teníamos menos de 20 años, porque a esa edad, ya vislumbrábamos un futuro incierto tanto en el estudio, (que no era mi caso) o en algún trabajo medianamente bueno, porque ninguna empresa o comercio empleaba por este problema a menores de 20 años. Era inevitable que la patria nos convocara a cumplir con la llamada "Colimba" (Corre, Limpia, Barre). Con mucha suerte, de acuerdo al sorteo, podría correspondernos un año en el Ejército o Aeronáutica y con poca, dos años en la Marina. Todo dependía del temido sorteo que se realizaba a través de la Lotería Nacional. Finalmente, mi número fué el de Ejército y confieso que hice todo lo posible por "salvarme" de la milicia, aunque a pesar de los denodados y vanos esfuerzos, finalmente ingresé. En los comienzos de la llamada instrucción que duraba unos tres meses, los militares aplicaban toda su experiencia para que el recluta se sienta una verdadera mierda como ser humano y acate resignadamente todas las órdenes que se le impongan. A Indalesio Peral lo conocí al segundo día de estar en el cuartel y desde el primer instante en que hablé con él, me dí cuenta que él sería el único compañero que podría coincidir con mis locos y audaces desafíos dentro del estricto entorno militar, donde nuestros sueños de libertad y sentido del humor permanente, nos ayudarían a tomar distancia de la miserable situación por la que nos tocaba transitar. Lejos de quedarse en la mera protesta, Indalesio que se había criado en el campo, era huérfano de padre y madre y vivía con varias hermanas mujeres que no le escatimaban mimos y cariño. Extremadamente audaz y decidido, el y sus hermanas, todos los meses recibían una suma de dinero correspondiente al arrendamiento de algunas hectáreas que su familia poseía en una zona agropecuaria cercana a Bahía. En esos fatales 90 días de la instrucción, los futuros soldados debíamos permanecer en el cuartel, correr y saltar todo el tiempo, comer basura y levantarnos todos los días a las 6 de la mañana. Lo peor era estar condenados al encierro por casi tres meses y no poder salir a la "civilización", al menos por unas pocas horas a visitar a nuestras novias o regresar a casa, aunque sea por un rato. Indalesio y yó, tomamos la determinación de empezar a fugarnos después de la cena y antes de las 22 horas. Previamente habíamos estudiado el perímetro que rodeaba el edificio donde estábamos alojados los 200 futuros soldados y descubrimos que la vigilancia era mínima. No había reflectores y la vía de escape que elegimos fué a través de una alambrada cercana a la ruta asfáltica que conducía a la ciudad y que rodeaba el gran campo de deportes perteneciente al comando al que estábamos asignados. Para llegar hasta esa alambrada debíamos caminar más de 300 metros en medio de la oscuridad y procurar que nadie nos descubra. Afortunadamente, el cerco de alambre estaba roto en una de sus partes, aunque era difícil darse cuenta, y era muy posible que alguien lo haya cortado prolija y oportunamente con nuestras mismas intenciones en alguna ocasión con una tijera especial. La abertura era similar a la de una pequeña puerta, ya que podía abrirse y cerrarse con facilidad y era un sitio ideal para salir desde allí hacia una pequeña zanja que servía como desague. Desde esa excavación solo restaba cruzar a través de un sector de tierra cubierto de arbustos y llegar tranquilamente a la ruta donde a unos metros y casi en la esquina de calle Florida, no resultaría difícil ubicarnos en la parada del único colectivo urbano que recorría el lugar, simular ser soldados de franco, hacerle una seña y ascender al mismo para que nos transporte hacia el centro de la ciudad. Estas fugas las llevamos a cabo y exitosamente en varias oportunidades, al punto que tomamos esta forma de salida furtiva como una divertida y arriesgada costumbre. La retirada la hacíamos vestidos de soldados y luego de tomar el último omnibus de la medianoche, descendíamos en la parada de Alem y Sarmiento, desde allí íbamos directamente a mi casa paterna donde después de un buen baño, cenábamos algo que preparaba mi madre Elcira, nos cambiábamos de ropa y salíamos a ver a nuestras respectivas noviecitas de entonces. La premisa para que en el cuartel no nos descubran era llegar a tiempo y estar presentes en el preciso momento en que a las seis de la mañana el sargento ayudante Rinaldi pasaba lista ante la antenta mirada del teniente primero y el capitán. Esta circunstancia nos obligaba a quitarnos rápidamente la ropa de civiles y ponernos el uniforme militar para retornar antes de las cinco de la mañana, ingresar nuevamente por la abertura del alambrado, llegar hasta el barracón o cuadra donde dormíamos y acostarnos en nuestras respectivas literas. Un sábado a la noche, Indalesio me hace saber que había cobrado una considerable cantidad de dinero por el alquiler del campo y quería que ésta vez, salgamos a festejar con chicas de la noche. En el acto, armamos un plan para escaparnos nuevamente, estar un rato con las respectivas novias y encontrarnos más tarde en un cabaret céntrico.
Tal lo convenido a eso de las dos de la madrugada, nos metimos en "Bohemia" un cabaret con show que quedaba en calle San Martín.
Allí tomamos contacto con dos mimosas y sensuales alternadoras, con ellas nos instalamos cómodamente en unos amplios sillones ubicados en un sector privado del negocio. Las chicas no nos escatimaban besos y caricias, el calor que generaban más la fuerza de nuestra juventud y el hecho de sentirnos felices por la arriesgada libertad temporal que habíamos logrado, nos tornaban imparables. A Indalesio se le antojó beber whisky y pidió una botella cuyo contenido fuimos consumiendo sin darnos cuenta. Las copas de "champagne" de nuestras ocasionales acompañantes se iban multiplicando como si estar con esas dos profesionales del placer fuera algo comparable al reloj de un taxímetro. Inevitablemente, a causa del alcohol, nos fuímos poniendo eufóricos y alegres, hasta que al rato nos asaltó una sensación de sueño mezclado con mareo. Estoy seguro que Indalesio y yó nos quedamos dormidos como dos pelotudos inmaduros y sin cultura alcohólica. Recuerdo vagamente que alguien nos estaba despertando de la pesada borrachera en la que habíamos caído. Lo primero que ví fué la figura de un morocho grandote con cara de pocos amigos, este tipo que también oficiaba de custodio del lugar, nos exigía que paguemos todo lo consumido mientras que al mismo tiempo, con su vozarrón nos decía; "arriba pibes, paguen y vayansé, el local ya está cerrado". Indalesio reaccionó como si le hubieran metido un cohete en el culo y empezó a gritar desaforado, mientras casi sin poder mantenerse en pié, le tiraba piñas al morocho que felizmente no impactaron sobre el gigante. "hijos de puta, nos durmieron para afanarnos, ¿donde se fueron las minas que estaban con nosotros?", repetía una y otra vez. Ante esta situación se acercaron dos empleados más que amenazaban con llamar a la policía, algo que no nos convenía en absoluto. Por fin, Indalesio ya más calmado, no tuvo otra alternativa que pagar resignadamente la abultada cuenta y bastante mareados salimos del lugar. El aire de la calle nos despabiló de golpe, porque los dos miramos nuestros relojes al mismo tiempo y nos dimos cuenta que ya eran las seis de la mañana.
"Cagamos Indalesio, ni en pedo llegamos a la formación", le dije. Indalesio seguía puteando, le daba patadas a los recipientes de basura y me preguntaba; "¿y ahora, que mierda hacemos Pipo?".
"Tengo la solución", le respondí con bastante seguridad, mientras le contaba mi improvisado plan; "vayamos a un teléfono público, yo hablo desde allí con voz de mujer, hablo con el suboficial de guardia y le digo que soy una familiar tuya que llama para decir que tu tía más querida, la que te crió desde que eras un niño, murió hace unas horas. También le pido que te avisen de esta desgracia".
Indalesio me miraba sin entender nada, y sin dudar un segundo, entro a una cabina telefónica que estaba instalada en el interior del Sanatorio del Sur en calle Las heras. Poniéndo un pañuelo doblado en el auricular, llamo a la guardia y pido por el encargado, ni bién éste me atiede, repito el texto inventado que le había anticipado a mi compañero. El suboficial de guardia que me atendió cayó en la trampa, ya que muy convencido me decía; "si señora, lo siento mucho, no se preocupe, le comunicaré esta lamentáble noticia al soldado Indalesio Peral, le acompaño el sentimiento".
Indalesio seguía sin entender lo que yo estaba tramando y lo que lograríamos con esa insólita llamada a la guardia del cuartel. "Mirá, ya avisamos que tu tía se murió, ahora lo mejor que podemos hacer es ir a dormir a mi casa, porque estamos hechos mierda y ya es tarde para presentarnos en el cuartel, porque si llegamos a entrar en estas condiciones nos meten en el calabozo de inmediato, así que vayamos a descansar. A la tarde se me ocurrirá algo más", le dije.
Después de dormir hasta las 15 horas de ese día Domingo, comimos algo y busqué en mi archivo de imágenes fotográficas una cara en primer plano de alguna señora mayor. La recorté y le dije a Indalesio que me acompañe hasta la redacción del desaparecido diario "El Atlántico". Caminamos hasta la calle Alsina al 200 y allí nos atiende un empleado muy amable al que conocía de vista, le expliqué que queríamos publicar un aviso fúnebre para que aparezca en la edición de esa misma tarde. El hombre lo redactó de acuerdo a un texto manuscrito que yo había hecho de antemano y donde figuraban como deudos todos los integrantes de la familia de Indalesio. Como broche de oro de este aviso fraguado aparecería la imágen de la mujer del archivo que figuraría como la "finada".
Ambos suponíamos que cuando apareciera el vespertino, con ejemplares del mismo en la mano, nos presentaríamos al día siguiente en el cuartel con esas pruebas impresas e irrefutables donde se aunciaba el "fallecimiento" de la tía de mi camarada. Considerábamos que ante esto nos creerían, nos dirían ; "lo sentimos mucho" y desde allí nos enviarían sin problemas al edificio donde estaba asignada nuestra compañía de Comando y Servicio.
El lunes, llegamos poco antes de las seis, el sargento ayudante Rinaldi encargado de la compañía, comenzó a pasar lista, pero previamente nos separó a mí y a Indalesio de la fila. Ni bien terminó, lo vimos venir rápidamente y con cara de furia hacia nosotros, lo único que atinó a hacer Indalesio fué alcanzarle uno de los dos o tres diarios que llevaba encima. Sin decir palabra alguna, el sargento ayudante lo dobló armando una especie de machete de papel y de inmediato comenzó a aplicar una sucesión de golpes sobre la cabeza de mi atemorizado compañero.
Con el diario hecho trizas en su mano derecha y respirando agitadadamente, el suboficial clavó su mirada de odio en cada uno de nosotros, mientras en voz baja repetía "¿a quien meto en el calabozo, a quien meto...?".
Su cabeza seguía moviéndose como si estuviera haciendo un "Ta-te-tí" mental y de pronto se detuvo en la humanidad de Indalesio quien había perdido su gorra de soldado y tenía la cara roja a causa de los golpes de diario propinados por nuestro superior.
A los pocos minutos gritó; "el soldado Peral vá castigado al calabozo por diez días. Llévenlo ahora". Mientras caminaba resignadamente hacia el temido "agujero" cutodiado por dos soldados, Indalesio gira su cabeza, me mira unos segundos e irónicamente me dice; "Pipo...Vos y tus ideas de mierda. No te olvides de traerme puchos".

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