martes, 12 de mayo de 2009

Tiempos de Soldado 4; Aquellas Guardias Eternas.

Al irse de baja casi cien compañeros, el comando había quedado totalmente desolado. Resultaba muy triste y extraño ver aquellos grandes edificios ocupados hasta hacía poco tiempo por una compañía completa, ahora se presentaban prácticamente vacíos y el movimiento cotidiano se limitaba a la rutinaria administración manejada por suboficiales y oficiales, que superaban en número a los pocos soldados que allí habíamos quedado. Yo seguí pintando las letras en los vidrios de las puertas de las oficinas solitarias ya que había muy poco por hacer y añoraba a algunos de mis compañeros que ya no estaban. Costaba mucho acostumbrarse al nuevo estado de cosas porque a partir de la reducción del número de soldados, el jefe del comando no tuvo mejor idea que elegir un grupo de conscriptos "parias" o sin ocupaciones específicas para que cumplan guardias permanentes. Yo había sido uno de los elegidos para esta misión rutinaria y deplorable, consistente en hacer guardias de 24 horas día por medio. Para este fín fuimos designados 32 soldados, de los cuales dieciséis debíamos presentarnos en cada jornada de guardia para cubrir los cuatro puestos señalados como importantes o claves para el ejército. Allí quedábamos apostados fusil en mano durante dos horas por turno con cuatro de descanso, una rutina que resultaba sumamente tediosa porque los sitios a cubrir eran muy distantes el uno del otro y allí debíamos permanecer parados como estúpidos y atentos a que en cualquier momento nos pueda sorprender el jefe de guardia con el fín de controlar personalmente si estábamos alertas y vigilantes. Muchos soldados de aquellas guardias en más de una ocasión solían quedarse dormidos y eso podría significar una seria sanción. En aquella época la Argentina aún no conocía lo que tiempo después se llamaría subversión y el Ejercito se limitaba a cumplir con viejos manuales burocráticos, sin preocuparse demasiado por superarse ya sea en su armamento o las tácticas que imponían los nuevos tiempos. Pocos recuerdos emocionantes tengo de aquellas guardias monótonas, solo algunos casos aislados protagonizados por ciertos compañeros que eran personajes muy divertidos y particulares como Luciano Percaz, un loco lindo que en una oportunidad estaba apostado en la guardia principal, un edificio en construcción que se estaba levantando en el mismo acceso al comando. Allí había una ventana si terminar que daba a la única ruta de entrada. A pocos metros de este puesto, estaba emplazada una barrera y cuando se acercaba algún vehículo, el soldado de guardia caminaba hacia el vehículo que solía detenerse a unos dos metros de la barrera baja y pedía a su conductor que se identifique. Una noche, a eso de las dos de la madrugada, a Percaz le surge una diarrea y con ella la necesidad imperiosa de defecar, como en la construcción todavía no se habían instalado los baños, en la emergencia intestinal, decide hacer sus necesidades dentro de un caño galvanizado cuya boca de pequeñas dimensiones sobresalía de un lugar donde a futuro iría instalado el inodoro. Mi compañero en apuros, se había quitado el correaje donde iban alojados los cargadores de su fusil y la bayoneta. Sus pantalones estaban bajos y con mucho esfuerzo trataba de descargar su imparable materia fecal en la incómoda e improvisada letrina, cuando los faros de un automóvil que se acercaba a su puesto, lo sobresalta. El vehículo se detiene frente a la barrera y Percaz al intentar incorporarse se ensucia por completo el pantalón y las piernas. Transcurridos unos minutos, extrañados por la asusencia del soldado de guardia, uno de los ocupantes del rodado, desciende y camina enérgicamente hacia la ventana y grita; ¡soldado de guardia!.
Percaz solo atina a colocarse su casco de acero, se asoma a la ventana, se pone en posición de firme e impostando su voz al máximo pregunta; ¿Quien vive?.
"Teniente Coronel Suarez Masson", responde un oficial alto y delgado que vestía su uniforme de gala. Percaz lejos de inmutarse y asomado con medio cuerpo a la ventana le pide que se identifique. El Teniente Coronel duda por un instante, luego busca su credencial en un bolsillo de su saco, la extrae y la extiende hacia Percaz que la observa en medio de la penumbra, acto seguido se la devuelve y le dice; "gracias mi Teniente Coronel, puede pasar". La tensión se cortaba en el aire, el oficial le pregunta; ¿que le pasa soldado?. Percaz se sincera y le responde; "estoy muy descompuesto mi Teniente Coronel".
Suarez Masson lo miró extrañado y le dijo; "continuar soldado", luego dió media vuelta y mientras caminaba hacia su auto, murmuró; "con razón ese olor insoportable que saliá por la ventana, este tipo se estaba haciendo encima".
Con su aparente parsimonia Suarez Masson, quien años más tarde se convertiría en un célebre represor de la dictadura militar, quizás el más condenado por su participación en diversos delitos contra los derechos humanos, esa noche, levantó y bajó el mismo la barrera de la guardia sin ordenar sanción o castigo alguno contra mi compañero.
En otra ocasión, me habían asignado a un puesto que estaba cerca de la ex morgue, un viejo edificio que años atrás había servido como depósito de cadáveres del Hospital Militar y en ese momento estaba abandonado. Cada vez que alguno de nosotros iba a parar a ese sitio, sabía que podría dormir tranquilo ya que los suboficiales de servicio, por cábala o alguna extraña razón, no solían acercarse para controlar al soldado de guardia. Varias veces había oído el rumor que en la morgue, los soldados allí apostados, al escuchar el mínimo ruido cerca, no dudaban en disparar sus fusiles en medio de la oscuridad. Era una noche cálida de Noviembre y sabiendo que pasaría allí dos horas apacibles, me quité el correaje y envolví el casco con la chaqueta de fajina utilizándolo como almohada y después de fumar un cigarrillo cuya colilla encendida arrojé hacia el pastizal que circundaba el sitio, me dormí profundamente bajo las extrellas y acostado sobre el suelo.
Al rato, un calor insoportable y el crepitar de llamas me sobresaltó. Los pastos se estaban prendiendo fuego a mi alrededor, pensé que seguramente el incendio se había iniciado a causa de la colilla que había tirado sin apagar. Vanamente intenté sofocar el fuego, pero todos mis intentos fueron inútiles, hacía tiempo que no llovía y las ramas secas facilitaban que las llamas se propagaran con facilidad. El puesto de guardia no podía abandonarse bajo ninguna circunstancia y nos habían ordenado que en caso de emergencia, los soldados apostados debíamos disparar tres tiros al aire con nuestro FAL (Fusil Automático Liviano), pero en ese momento recordé que siempre llevaba mi fusil sin balas y en las cartucheras donde debían estar los cargadores, solo había chocolates y masitas. En síntesis, no podía accionar mi arma porque sencillamente no tenía ningún proyectil encima. A todo esto, el incendio ya alcanzaba grandes proporciones y lo único que se me ocurrió fué quitarme el casco, el correaje, dejar el fusil y correr a pedir ayuda en el edificio donde funcionaba la sala de guardia principal, distante a unos cien metros de mi puesto. Desde la guardia principal era prácticamente imposible ver las llamas, ya que la mayoría de las ventanas allí existentes daban hacia el lado opuesto. Casi sin respiración, entré a la guardia, casi todos sus ocupantes estaban durmiendo, también lo hacía recostado en un amplio sillón y con las piernas apoyadas sobre un escritorio el propio suboficial a cargo, ante quién con toda mi voz y un sonoro taconeo le grité; "parte para el principal de guardia, el soldado apostado en el puesto número tres, me mandó a pedir ayuda porque está en medio de un incendio".
Todo fué tan rápido e improvisado que apenas pude ver la reacción del adormecido suboficial y dicho esto, regresé a toda velocidad al sitio donde se había originado el siniestro, me puse el casco, el correaje y me tizné la cara. A los pocos minutos, observé que el suboficial de guardia junto a varios soldados que empujaban un carro equipado con elementos para combatir incendios se acercaban a la carrera, fué entonces que con mi propia chaqueta simulé que estaba intentando sofocar las llamas. Mi jefe, al ver esta acción que jamás tuvo intenció heroica alguna, me dijo; "lo felicito soldado, ya hizo lo que pudo, vaya a descansar, nosotros vamos a ocuparnos de esto". Increíblemente, el suboficial responsable de la guardia, no se dió cuenta en ningún momento que yo había abandonado mi puesto.

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