sábado, 9 de mayo de 2009
Tiempos de Soldado 2; Internado en el Hospital Militar.
El "loco" Rodriguez, en sus delirios quizás impulsados por los sedantes, un buen día dejó de emitir mientras dormía los insoportables sonidos de su moto. Debido al golpe que recibió en el choque, "el loco" Rodríguez fué dado de baja y tuvo la suerte de regresar a la vida civil. Yo en tanto, continuaba disfrutando de las comodidades que ofrecía el estar internado en el Hospital Militar durante ese crudo invierno. Todas las mañanas, una monja o una enfermera recorrían la sala e iban cama por cama preguntándonos como estábamos. Mi respuesta siempre era la misma; "aún me duele la herida". Mi camarada enfermero se ocupaba de cambiar regularmente el vendaje de utilería que cubría mi pierna derecha y esto era una especie de pasaporte que me permitía seguir allí, ya que tanto las enfermeras como el propio médico, solo se limitaban a mirar el vendaje, anotaban algo en un cuaderno y seguían con su rutina. Allí durante la mañana no había horario para despertarse, desayunar o ir al baño, mi mayor placer consistía en mirar hacia el exterior por las ventanas empañadas, donde podía apreciarse que afuera, la temperatura era extremadamente baja y allí adentro, la calefacción central que a través de radiadores alimentaba todo el sector donde estábamos alojados generaba un clima cálido que nos permitía desplazarnos apenas vestidos con una especie de pijama consistente en una casaca y un pantalón confeccionados con tela de color blanco. Durante las noches, yo acostumbraba subirme a una mesa y utilizando un jarro de aluminio a modo de micrófono, hacía un supuesto show radial donde participaban cantando o respondiendo preguntas, algunos de mis compañeros de internación. A los quince días de estar allí, comencé a pensar en la forma de fugarme, algo que no resultaría tan sencillo porque mi uniforme de soldado había quedado guardado en alguna parte de la guardia y mi única indumentaria era la ropa de cama y escapar con ese equipo encima era un verdadero riesgo, ya que para irse del hospital, la única salida era la guardia principal.
Gracias a la gestión de un compañero que me hizo el favor de ir a mi casa paterna a buscar mis prendas de civil que oculté cuidadosamente bajo el colchón de mi cama, una tarde puse en práctica mi primera fuga. Todos los días a eso de las 18 horas, la ambulancia del hospital conducida por su respectivo chofer, que era un soldado de mi confianza, era retirada del garage y se dirigía hacia la salida, regresando al día siguiente a las 7 de la mañana. Durante varios días me ocupé de observar el movimiento del vehículo y llegué a la conclusión que el compañero a cargo del mismo, estaba autorizado por su jefes para trasladarse con él y diariamente hasta su propio domicilio. Poco me costó convencer a ese chofer para que oculto debajo de la camilla ubicada en la parte trasera, me saque del Hospital cuando el se retiraba como de costumbre. Tal lo calculado, a ningún soldado conscripto ni a su superior asignados a la guardia principal se les ocurriría detener o inspeccionar a la ambulancia y así durante casi 30 días, logré irme en su interior vestido de civil ya que llevaba conmigo el pequeño bolso conteniendo mi ropa de ciudadano común. Ni bien salíamos del perímetro del cuartel, me quitaba las prendas del hospital y me vestía con un jean, camisa, sweter y campera, al llegar cerca del Teatro Municipal, mi compañero y chofer, detenía el vehículo para que yo descienda a solo 200 metros de mi casa paterna. Al día siguiente, lo esperaba en ese mismo sitio y ya vestido con las prendas de internación, regresaba a ocupar mi lugar como paciente del Hospital Militar.
Finalmente, durante una de las inspecciones a la sala, llegó el sargento ayudante que estaba a cargo de mi compañía seguido por una enfermera, lo ví caminar directamente hacia mi cama. Su rostro estaba tenso, me miró fijamente y me ordenó; "soldado, quítese el vendaje de la pierna". En ese instante rogué para que me trague la tierra, algo había sospechado este hombre, porque a medida que iba retirando con ayuda de la enfermera los muchos metros de gasas, quedó al descubierto mi engaño. No había en mi pierna ni una mísera marca, nada que justificara tanto tiempo de permanencia dentro del cálido y confortable edificio sanitario donde había pasado un invierno inolvidable y que lamentáblemente en ese momento, al ser descubierto, deberia obligadamente abandonar. Al salir del hospital y yá sin mi vendaje de mentira, el suboficial exaltado en extremo no paraba de gritarme; "¿así que estaba rengo soldado?, ahora voy a comprobar su estado físico; "atención, carrera marrrrrrrr, cuerpooooo a tierrrrra, correrrrrrr..."
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