Bahía Blanca en aquellos años sesenta era una ciudad de inviernos insoportablemente fríos, recuerdo que estábamos en el mes de Julio, yo seguía cumpliendo mi Servicio Militar Obligatorio y después de haber jurado la bandera, había dejado de ser un recluta y el ejército me consideraba un verdadero soldado Al transcurrir los duros tres meses de instrucción inicial, la vida en el Comando se iba tornando más llevadera y los “colimbas”, íbamos habituándonos al régimen que allí imperaba. Ya conté en páginas anteriores que voluntariamente me había ofrecido a cumplir tareas en el denominado “Pelotón de Fajina”, éste era un grupo marginal donde iban a parar aquellos soldados supuestamente inservibles, muchachos que no sabían leer, ni conducir o andar a caballo. En síntesis, lo peor o descartable. Por esa razón, tomé la decisión de formar parte del miserable pelotón, ya que allí había pocas responsabilidades que cumplir y mi tarea específica consistía en barrer las hojas de los jardines circundantes, juntarlas y colocarlas en un carrito basurero de metal que tenía dos ruedas. Este trabajo lo llevaba a cabo durante una hora o menos y al terminar, me iba a descansar en el sótano de un edificio abandonado que en alguna oportunidad había servido como horno crematorio y estaba ubicado muy cerca de la morgue y el Hospital Militar.
Debido al escaso presupuesto que en ese tiempo tenía el ejército, nuestros jefes habían determinado que los soldados que éramos de Bahía, nos fuéramos a las seis de la tarde a nuestros hogares, para regresar al otro día a las siete de la mañana, ni un segundo más ni uno menos. Este era un importante y feliz beneficio, ya que podíamos ir a nuestra casa, bañarnos, afeitarnos, vestirnos de civil y salir a tomar un café al centro o ver a nuestra chica. Aquella mañana, las calles estaban cubiertas de escarcha, algo a lo que estábamos habituados. La capa de hielo que cubría todas las calles comenzaba a derretirse de a poco yá cerca del mediodía, el “crack” que producía el hielo cuando lo pisábamos era un sonido agradable y familiar propio de los inviernos bahienses, donde el frío se sentía muchísimo, principalmente en el rostro, las manos y los pies. Ese día, me había quedado dormido y estaba llegando tarde como para alcanzar el colectivo que me llevaría hasta las puertas mismas de las instalaciones del cuartel. A ese ómnibus lo llamábamos “el rojo”, ya que precisamente ese era el color del único transporte que conducía al alejado sector militar. Por escasos tres minutos, había perdido mi preciado colectivo y comencé a preocuparme porque llegar tarde para la formación e izamiento de la bandera, podría significar una sanción consistente en un arresto.
Comencé a caminar resignadamente por la Avenida Alem a la espera del próximo transporte, cuando en ese momento, escucho el sonido de una moto que pasa a mi lado como un rayo. Zigzagueando sobre la escarcha se detiene a pocos metros, era el “loco” Rodríguez, un querido y pintoresco compañero que me había visto y paró para llevarme. Rápidamente subo al asiento trasero de la moto y me aferro a la cintura del “loco” que sale a fondo por la avenida. Cruzaba las calles a una velocidad increíble sin disminuír la velocidad en ningún momento. “El loco” no pronunciaba palabra, lo único que se escuchaba era el fuerte sonido del motor que parecía estar exigido al máximo. Casi en segundos llegamos al Parque de Mayo, el mayor paseo y pulmón verde de Bahía, pasamos la arcada del acceso e ingresamos tan rápido, que en una parte, la moto del “loco”, dio un “coletazo” al resbalar sobre el pavimento escarchado.
“Aflojá loco, hay mucho hielo”. Recuerdo que le grité y él me respondió; “no te preocupes, la tengo dominada”. Faltarían unos cinco minutos para ingresar al cuartel, tiempo justo como para dejar la moto y correr a ubicarnos en la formación. Estábamos pasando por el centro del parque y al doblar en uno de los tramos, la moto se inclinó peligrosamente y uno de los pedales escarbó durante un trecho la escarcha del suelo. Aunque “el loco” pudo enderezar hábilmente su moto, mi pánico crecía y ni hablar de los latidos de mi corazón a punto de estallar. “Estámos cerca, ya falta poco, pensé”. Entramos en la recta final, ahora había acelerado mucho más y el ruido del motor aumentaba. De tantos viajes en colectivo, sabía que después de la recta, había una pequeña curva que desembocaba en la guardia del Comando. Calculé que “el loco” también sabía esto y disminuiría la marcha, pero algo salió mal y el vehículo pareció acelerarse solo e impulsado como un misil, pasó la curva de largo, superó una zanja de casi dos metros de ancho y se estrelló violentamente contra un grueso, sólido y añoso árbol.
Al impactar, sentí que volaba por los aires y caía furiosamente sobre la tierra. Tardé unos segundos en reaccionar, estaba tirado sobre la zanja que afortunadamente tenía muy poca agua. El dolor en mi pierna derecha era intenso e insoportable, no atinaba a mirarla, ya que supuse estaba destrozada. Giré la cabeza buscando a mi compañero y comencé a escuchar los gritos del “loco”, que estaba a unos tres metros, intentando ponerse de pié y tenía toda su cabeza ensangrentada. “Aguantá loco, le grité” y caminé hacia él para ayudarlo. Creo que lo primero que hice fue envolverle la cabeza lastimada con mi chaqueta, salimos de la zanja como pudimos y llegamos hasta la ruta asfaltada. “El loco” se había apoyado sobre mis hombros, estaba totalmente shockeado y la sangre seguía manando de su cabeza y estaba a punto de perder el conocimiento. Fue en ese instante, en que comencé a gritar para que nuestros compañeros de la guardia, vinieran a socorrernos, algo que felizmente sucedió.
Ni bien nos vió el suboficial de servicio, nos envió urgentemente al hospital, allí un médico y dos enfermeros soldados, nos atendieron rápidamente. Lo primero que hicieron fue ocuparse del “loco” ya que él estaba mucho más lastimado que yó, y mi pierna solo tenía una herida de escasa importancia. Aprovechando que me habían dejado en una camilla junto a uno de los enfermeros, le dije; “vendáme en forma exágerada, que parezca una lastimadura bien grave". De inmediato, llenó de vendas y gasas mi pierna derecha formando un importante bulto.
El capitán médico dio orden de que tanto “el loco” como yó, quedáramos allí internados en observación, y esta decisión la escuché como un milagro, ya que el Hospital Militar era el lugar ideal para instalarse, tener una buena y limpia cama, calefacción, abundantes desayunos, almuerzos, cenas y por sobre todas las cosas no hacer nada, absolutamente nada, solo estar tranquilo en la cama, en reposo, leyendo, escuchando radio y descansando todo el día.
Al “loco” Rodríguez le habían vendado tanto la cabeza que parecía una momia. Lo habían ubicado en una cama junto a la mía, por suerte el accidente no le había provocado consecuencias serias, aunque el golpe lo mantenía atontado y durante las noches cuando se dormía ayudado con alguna medicación, en lugar de roncar, reproducía con su boca los insoportables sonidos del motor de su moto; Brrrrrrr Brammmmmm....Roarrrrrrr.
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