Decidido a iniciar la difícil misión de estudiar dibujo de historietas en la Escuela Panamericana de Arte, me fuí a Buenos Aires. Allí me esperaban Rosario, mi abuela paterna y mis tías, las cinco hermanas de mi viejo Víctor, también sus esposos y mis primos hermanos. Todos vivían en una casa que aún se conserva intacta en Bustamante 1208, a metros de la avenida Córdoba. Esa vivienda la había alquilado mi padre cuando su familia, vino desde Mercedes, San Luis a instalarse en la gran ciudad. Años difíciles para esa gran familia que le estaba peleando con uñas y dientes a la subsistencia cotidiana. Nada resultaba sencillo, nada sobraba y me resultaba difícil adaptarme al nuevo habitat donde lo primordial era acomodarse a las circunstancias. Recuerdo el pájaro que mi tío Celaudio, pareja de mi tía Elia, cuidaba celosamente en su jaula de hierro pintado de blanco que tenía en un sector del pequeño patio cubierto de baldosas. había cuatro habitaciones en la planta baja y una muy pequeña en un altillo donde vivía mi tía Adelina, junto a "Chingolo", su hijo. Adelina siempre vestía de negro, hablaba muy poco, casi nada y creo que solo en dos ocasiones pude subir a su pieza a la que se accedía a través de una escalera tipo caracol de metal. La tía Elia era un personaje muy divertido. Tenía un hijo llamado Carlos a quien apodaban "Ito" y su habitación, la más grande de la casa, daba a la calle. Elia era una excelente modista y se lo pasaba haciendo bromas constantemente. Era la típica persona que detrás de su risa ocultaba pesares difíciles de descubrir. Después estaba "Tototo", otra de mis tías, que vivía con Oscar, su esposo y mis dos primos "Zazá" y Héctor. Otra de mis tías era "Kiko", una mujer sumamente atractiva que había logrado independizarse al poco tiempo de casarse con mi tío Carlos, un hombre al que recuerdo impecáblemente vestido con trajes clásicos y peinado con "Gomina". Carlos ocupaba un cargo en una empresa del estado. La menor de mis tías era "Tany", hermosa, elegante e inteligente. Me amó siempre como si fuera un hijo más. Ella y "Toto", su marido, ocupaban la habitación más chica de la casa. Recuerdo que a ella le encantaban mis dibujos y me estimulaba permanentemente para que no abandone esa vocación. "Tany" nunca perdía su natural elegancia. Era bella exterior e interiormente. Optimista, aún en situaciones extremas donde la plata no alcanzaba ni para comer. Familia diferente a la materna, donde todo lo material parecía abundar. "Tany" y "Kiko", me daban las caricias y besos que no había recibido antes. Ni hablar del estímulo o aquellos cuentos que "Tany" inventaba durante las noches donde imaginaba duendes que habitaban tras el viejo empapelado de su habitación. La magia comenzaba a despertar en la casa de Bustamante 1208. Todas las tías eran peronistas, devotas de Evita, quien a través de su fundación, les había solucionado algunos problemas en forma inmediata. Mi tío "Toto" Cazeaux, era un hombre inquieto y visionario que yá en aquellos años, supo "ver más allá" e intuía que algo cambiaría en su vida. Una de las alegrías de entonces era ir en su carro arrastrado por un caballo, donde salíamos a hacer el reparto de pan y masitas de grasa, principalmente en las bocas de los subterráneos donde junto a mis primos mayores éramos los encargados de bajar las escaleras con canastos de mimbre y entregar los productos en los kioscos habilitados en las líneas subterráneas. "Toto", que era un experto panadero, logró una fórmula única al fabricar un bizcocho de sabor único que tenía mucha aceptación. En corto tiempo, en años posteriores a este relato, lograría montar su propia fábrica en un amplio local a la calle, ubicado en la avenida Córdoba, casi Malabia. Había cumplido 13 años, pero al comienzo me costó adaptarme a las reglas de vida o supervivencia instaladas en Bustamante 1208, donde descubrí junto a mis primos Jorge Cazeaux, "Chingolo", Carlos "Ito" Castro y "Zazá", que también podíamos ganarnos unas monedas extras participando como integrantes de la legendaria comparsa "Los Muchachos de Palermo", donde al finalizar nuestro desfile, en forma justa y equitativa, los jefes de la murga nos daban una parte de lo recaudado. Mis viejos habían decidido no mandarme un mango, poisblemente una forma de "ablandarme" para que desista de mis intenciones de ser un artista con futuro supuestamente pobre y regrese a casa arrepentido y agarre los libros, algo que no pensaba hacer. Al menos mientras el cuerpo aguantara, porque estaba en la edad difícil y era de muy poco comer. Mejor dicho, si bien en la casa de mi abuela Rosario había almuerzos y cenas, yo no los probaba áun con el mayor de los hambres porque aún hoy, sigo sin saber que gusto tiene un guiso, las carnes de cerdo, pollo, cordero o pescado. Toda la vida me la pasé comiendo pastas sin tuco, pizzas, milanesas al horno y hamburguesas caseras. Con lo que me daban mis tías, me alcanzaba para un "pebete" de jamón y queso con una Coca Cola chica de vidrio que todas las noches degustaba con placer en el bar de Bustamante y Córdoba. Y si me sobraba algo de plata, no dudaba en invertir ese dinero en ejemplares de las revistas Hora Cero, Frontera y principalmente en aquellas de Editorial Frontera donde se publicaba "El Eternauta", la obra maestra Héctor Germán Oesterheld impecablemente dibujada por Francisco Solano López. El cemento Porteño, ya por aquellos años era poderoso. Lucy me había inculcado "que no había que mostrar el culo" ni llorar miseria. La dignidad de Lucy y sus enseñanzas estaban incorporadas a mi memoria. Con mis padres no lograba entenderme, posiblemente me encontré con ellos de golpe y fué lo más parecido a un choque de trenes. En tanto, para Lucy, yo había comenzado a ser un problema. Un día me dijo; "Es hora que vuelvas a tu casa, te estás haciendo grande. Ya te están gustando mucho las mujeres".
"El Eternauta" seguía persiguiéndome cada semana cuando iba a buscar la revista "Hora Cero" a los kioscos. "El Eternauta", aparecía con formato de "continuará" y eso le daba un gran valor a la historia que iba creciendo en cada aparición. No había nada que hacer en Buenos Aires. En algún momento me dí cuenta no me resultaría sencillo estudiar dibujo de historietas o comics sin recursos en Capital. Había idealizado en demasía a mis héroes dibujantes e intuía que jamás llegaría a conocerlos personalmente.
Era verano porteño y el calor más la humedad y el hambre, hacían difícil sostenerme más tiempo allí, porque me sentía como una carga para mis tías, ya que ellas bastantes problemas tenían con sus propias vidas. En una oportunidad, Lucy me había sugerido que en caso de necesitar algo, fuera a ver a la esposa de un "paisano" italiano. Este hombre se llamaba Antonio y había hecho mucho dinero con sus puestos en el Mercado de Abasto.
Antonio se había casado con una chica muy bonita, mucho menor que él y era celoso de la "tanita" que mantenía guardada en una lujosa jaula. Recuerdo que una tarde de intenso calor, tomé coraje y decidí caminar hasta la casa de Don Antonio.
La distancia era muy grande y no contaba con una mísera moneda para tomar un omnibus, así que me armé de coraje y decidí irme caminando. Era un Sábado a la tarde y mis tías me aconsejaron que no lo hiciera, porque iba a perder el tiempo. Recuerdo que las calles estaban desiertas y empecé a andar bajo el sol con un estado de debilidad importante y sed, mucha sed. En algún momento de esa "travesía", sentía que se me nublaba la vista y envidiaba a quienes se encontraban bebiendo una Coca Cola con hielo en los bares de la avenida Córdoba. Por fín llegué a la casa donde ingenuamente supuse encontraría alguna contribución económica. Mi estado era deplorable. Una mucama con uniforme me atendió y cuando me dí a conocer como el nieto de Lucy, me invitó a subir por una larga escalera de mármol.
La empleada me invitó a sentarme en un cómodo sillón del amplio y lujoso living y me dijo; "La señora Rosa se está levantando de la siesta, ni bien termine de cambiarse lo vá a atender, "¿Quiere tomar algo?". Le dije que sí, pensando que vendría con una gaseosa fresca y algún sandwich, pero a los pocos minutos, apareció con una taza gigante llena de té caliente, algo que parecía una joda de "tanos" con guita, porque bastante ardiente había sido mi travesía hasta esa vivienda. Al té, lo acomoañaban tres o cuatro bizcochos Canale.
Finalmente apareció Rosa, la esposa joven y linda de Don Antonio, que a los segundos de saludarme me dijo; "Que lástima que viniste sin avisar, porque a Antonio y a mí nos esperan para una misa especial y no podemos faltar. Pero vení que te muestro la capilla que Antonio me hizo construir aquí, en casa".
Efectivamente el "jovato" enamorado, le había montado a su casta esposa una capilla con bancos de iglesia, altar, imágenes de santos, candelabros y todo lo que posee una iglesia católica convencional.
Yo me arrodillé junto a ella, ya que me había invitado a rezar una oración. Y en medio de esa involuntaria plegaria, mis pedidos eran que Rosa, me diera dinero que me alcance para comer algo y no volverme a pié, porque no resistiría.
Don Antonio apareció en escena unos pocos minutos. Se mostró parco, desconfiado y miserable ya que al despedirse me dió casi lo justo como para el colectivo.
Los ví partir en un auto grande, de color negro y yó, felizmente pude regresar en colectivo. Había caminado en vano y lamentando mi estúpido intento de acercarme a esa pareja tan despareja y mezquina.
Una semanas después, mi tío Juan "Toto" Cazeaux, esposo de "Tany", había logrado comprar una camioneta y planificó un viaje a Mar del Plata. Hacia allá fuimos por la ruta vieja. Mis primos y yó íbamos en la caja del vehículo. Viajamos con el traste sobre el piso de madera y sin una mínima protección de los rayos solares, tomando agua y comiendo galletitas de grasa . Después de un viaje demasiado largo a través de la ruta vieja, llegamos a Mar del Plata y nos alojamos en el Hotel Provincial de esa ciudad.
A poco de arribar e instalarnos en una habitación muy grande, casi un departamento, mis tías se abocaron a ponerse "lindas" y arreglarse para ir al casino. Al día siguiente, nos dijeron que habían perdido todo su dinero en el casino. Dispuestas a volver por la revancha, no dudaron en empeñar sus anillos, pulseras, cadenas y relojes.
Ninguna de mis tías se enteró jamás que yo no comía. Siempre me dió verguenza blanquearme como un tipo delicado o complicado con las comidas, quizás porque eso podía tomarse como un sinónimo de pelotudo o maricón , pero a esta altura de las circunstancias, la debilidad era demasiado fuerte y apenas podía caminar. Una tarde comenzó a dolerme intensamente la cabeza y tenía "visión doble". Estaba seguro que ese era un síntoma de hambre y empecé a caminar rumbo a la gran cocina del hotel, con la decisión de pedirle algo de comer a los empleados.
"Un plato de comida no se le niega a nadie, pensé". Pero al llegar a la puerta de la habitación, caí sobre la cama en total estado de inmovilidad.
No podía emitir palabra alguna y tampoco lograba levantar la mano derecha para cerrar una pequeña ventana por la que entraba el agua de una lluvia de verano que me estaba empapando.
Entré en una especie de sopor y cuando abrí los ojos, estaban mis tías y mi tío, junto a un médico gordo que me miraba con sus lentes de aumento y cara de circunstancia. "Hay que operar urgente, dijo el doctor. Es apendicitis".
Obviamente esa decisión no la podían tomar mis tías, así que decidieron llamar a mi padre y comunicarle lo que estaba pasando.
Mi tío Osvaldo y mi padre Víctor, no perdieron tiempo y de inmediato, salieron para Mar del Plata a bordo del De Soto.
Era época de falta de caucho y cubiertas en la argentina, esto hizo que los neumáticos del auto de Osvaldo se destruyeran en la ruta y mi padre tomara la decisión de seguir y llegar de cualquier forma.
Finalmente y después de varias penurias, mi padre consiguió llegar a Mar del Plata y una vez allí, se ocupó de llamar a otro médico y éste, diagnosticó "falta de olla" (hambre). Estaba tan debilitado que me costaba mucho moverme. Recuerdo que una mañana salimos del hotel con mi padre y puso su mano sobre mi hombro para ayudarme a caminar. Era la primera vez que mi "viejo" me abrazaba. Esa tardía demostración de cariño me hizo sentir muy bien.
Como mi padre tenía algún contacto en la Marina, consiguió que nos trajeran en un avión de carga. Yo venía acostado y atado en una especie de banco enrejado. La aeronave era un bimotor a hélice y el del lado derecho emitía un ruido ensordecedor a pocos metros de donde yo estaba.
Al arribar a Bahía Blanca, empezaron a darme de comer de "a poco". Pensé que aquel episodio me acercaría afectivamente a mis padres, pero no fué así.
Ellos seguían viéndome como a un fracasado y mi cáida era un motivo más para hacérmelo notar. Mis amadas revistas "Hora Cero" con "El Eternauta" incluído desaparecieron misteriosamente. Algún pensamiento inquisidor, les hizo creer que esas fantasías o boludeces habían estropeado mi cerebro y nada mejor que quemarlas.
Años más tarde, recuperé esas revistas pagando varios miles de dólares a un coleccionista. De alguna forma, había rescatado el tesoro de mi adolescencia.
Ser un chico con ideas "raras" hacía muy difícil la convivencia con mis viejos.
Jamás hay que subestimar a un hijo en sus inclinaciones sanas o vocaciones. Contrariamente se lo debe ayudar al máximo y estimular para que canalice sus vocaciones. Esto lo aplicaría años después con nuestra única hija Virginia, de la cual nos sentimos orgullosos.
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